Texto
de la ponencia leída en el foro “La Universidad Michoacana: sus condiciones y
necesidades”, llevado a cabo en el Congreso del Estado de Michoacán ante los
diputados de las comisiones de Educación y de Presupuesto, el 17 de diciembre
de 2012.
Estado, universidad
y futuro.
Carlos A.
Bustamante
17 de diciembre
de 2012
¿Por
qué el estado debe hacerse cargo del mantenimiento y el impulso a las
instituciones públicas de educación superior? Esta pregunta era apenas
imaginable hace unos pocos años. Sin embargo, por extraño que parezca, en los
tiempos que corren se trata de una cuestión que exige una respuesta, y una que
sea contundente de cara a la sociedad y al futuro del país. En el caso de la
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la pregunta se vuelve
particularmente aguda y por momentos hasta dolorosa, en vista de las penurias
económicas que nuestra entidad atraviesa.
La
actual administración ha decidido enfrentar esas penurias por medio de lo que
aparece como un programa de austeridad, expresado en ciertas reducciones al
gasto público. Pero el problema que nos reúne hoy tiene que ver con el hecho de
que esas reducciones afectarían sensiblemente a la Universidad Michoacana. A
primera vista, esas reducciones podrían parecer como justas: ¿acaso no son
éstos tiempos en los cuales todo mundo debe apretarse el cinturón y meter el
hombro por Michoacán? Sin embargo, esta posible apreciación no cuenta con bases
sólidas ni legítimas. Ella resulta, entre otras cosas, de una opinión pública
altamente susceptible a la agenda de una buena parte de los medios de
comunicación, agenda la cual parece por momentos tener como objeto minar la
legitimidad y la misma razón de ser de la Casa de Hidalgo. Si una actitud así
obedece o no a oscuros intereses es tema
que no cabe tratar por ahora. Pero no es éste el único factor que parece
justificar una eventual disminución del presupuesto para la Universidad.
Más
allá de esas fundadas sospechas, está en juego la concepción que se tiene
acerca de las relaciones entre el estado y la universidad. Es en este punto
donde se impone un análisis cuidadoso, que inevitablemente habrá de
comprometernos en el terreno de las decisiones que tanto el poder ejecutivo
como el legislativo de Michoacán, así como la sociedad misma, han de tomar en
los próximos días con vistas a un futuro que rebasa ampliamente el término de
una administración estatal. Se trata del futuro de generaciones de michoacanos
y michoacanas, y de hombres y mujeres en general que aspiran a una forma de
vida en la cual ellos y ellas consigan ser dueños de sus propios destinos y no
simples piezas de una maquinaria de producción económica, maquinaria que de
cualquier manera ni siquiera garantiza formas de existencia humana decentes ni
suficientes.
¿Por
qué plantear las cosas en estos términos? El análisis que se propone habrá de
mostrarlo. Las relaciones entre el
estado y la universidad pública son complejas y envuelven diversos aspectos.
Muchos de ellos, sobra decirlo, tienen que ver con la autonomía que se desea –y
que protege la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos- para
instituciones en las cuales el libre examen y la discusión de las ideas y de
las teorías es el núcleo de la actividad cotidiana. Pero esta autonomía,
indispensable para el trabajo académico, para la investigación y para la
difusión del conocimiento y la cultura, no es obstáculo para que un estado se
haga cargo de sus obligaciones frente a la universidad. Esas obligaciones
incluyen, de manera particularmente sensible, el mantenimiento económico de
aquel insustituible espacio de la educación y del pensamiento. Un estado
fundado sobre los principios de la libertad y de la justicia social debe ofrecer a la universidad pública las
condiciones que le permitan no sólo la mera subsistencia, sino el adecuado
desarrollo de sus funciones sustantivas.
¿Qué
razones tendría un estado para poner en duda esta manera de entender sus relaciones
y sus obligaciones con la universidad? Más allá de puntos de vista políticos,
los motivos que hoy día ponen en crisis a las universidades públicas en nuestro
país en general –y a la Universidad Michoacana en particular- tienen que ver
con las condiciones de la dinámica social y económica del mundo entero. Es un
lugar común hablar de la llamada “globalización”, pero eso no es excusa para
tomar el término a la ligera y evitar la atención a ciertos detalles de primera
importancia. Esos detalles, como se espera mostrar aquí, conducen -en el nivel
de la vida de la Universidad Michoacana- a explicaciones que exigen una
respuesta.
“Globalización”
es, en primer lugar, el nombre aceptado para cierta dinámica económica
extendida por el planeta a partir de los
años setenta. Esa dinámica nace en el momento de la crisis del estado de
bienestar, modelo adoptado por buena parte de las grandes potencias tras la
segunda gran guerra. Cuando dicho estado de bienestar se volvió insuficiente
para mantener la estabilidad de las grandes cifras económicas, los gobiernos
comenzaron a adoptar estrategias ahora bastante reconocibles: la disminución
del gasto público, la celebración de grandes acuerdos comerciales
internacionales, la monetarización de la economía planetaria. Esas estrategias tuvieron como consecuencia la
disminución del papel de los estados en la vida económica de los países que las
adoptaron en primer lugar: lo que antes
suponía una condición inevitable –la regulación de la economía por parte
del estado- ahora era una idea vista con desconfianza. El nuevo modelo
económico asumió que el papel del estado era meramente el de un árbitro del
juego del dinero –un árbitro bastante débil y provisto de un reglamento
incierto, cabe decir.
Liberada
así de los límites impuestos por la acción estatal, la economía de las grandes
potencias asumió claramente las características de un sistema dotado con
energía propia y básicamente autorregulado –aunque no exento de catástrofes
provocadas por él mismo. Este sistema altamente libre de coacción externa
–llamado “neoliberal” por sus críticos- adquirió en poco tiempo la potencia de
una onda expansiva. Los países menos desarrollados –México también- se vieron
forzados a incorporarse a la dinámica iniciada en Londres y en Nueva York.
Hasta qué punto esta incorporación fue mero resultado de la naturaleza de las
cosas o consecuencia de decisiones políticas que pudieron ser otras, es tema
que los historiadores tendrán que aclarar algún día. En su momento, en los
tiempos de Miguel de la Madrid y Salinas de Gortari, la entrada al mundo del
comercio sin fronteras y de los estados nacionales sin fuerza ante el gran
capital fue presentada bajo el engañoso
nombre de “modernización” -y considerada prácticamente inevitable.
La
dinámica económica de la globalización en clave neoliberal provocó importantes
transformaciones en otra dinámica: la de las sociedades. Cuentan los sociólogos
que al menos desde los tiempos de la Paz de Westfalia –que puso fin a la guerra
de los Treinta Años en 1648- las unidades sociales tendieron a organizarse en
el seno de la unidad política del estado nacional. La sociedad buscaba –y tal
vez encontraba- el instrumento de su gobierno en los límites del estado, y éste
procuraba la legitimidad necesaria –al menos en principio- en las aspiraciones de
aquélla. Con todos y sus grandes e innegables problemas, el estado nacional era
por lo menos un referente para la dinámica social. Una consecuencia interesante a la luz de los
desafíos de hoy día era que la acción política podía entenderse de manera
relativamente clara: acción política era lo que tenía que hacerse para orientar
en un sentido u otro el rumbo del estado y de la sociedad. Pero esta visión del
mundo parece hacerse añicos ante el embate del mercado globalizado.
Reducida la capacidad de acción del estado a
una expresión más bien mínima, la dinámica social parece indefensa ante la
dinámica del mercado global. Los estados nacionales fungieron en su momento
como una suerte de filtro que separaba la vida social de los movimientos de los
mercados, para bien y para mal. Ahora ese papel de “filtro” resulta dudoso, tal
vez inexistente. Por tanto, las sociedades deben hacer frente con sus propios
recursos –no necesariamente muchos ni muy poderosos- a los desafíos que para la
vida de hombres y mujeres plantea una economía implacable.
Este
cuadro, tal vez un poco extenso, puede ser útil para explicar lo que sucede hoy
día con nuestra universidad. En el mundo económicamente globalizado de los años
2010, ciertos aspectos de la vida de las sociedades son supervisados –y en
varios casos propiamente determinados- por organizaciones creadas en función de
la misma economía global de mercados sin fronteras. En el caso de la educación,
que es el que interesa aquí, ese papel es desempeñado menos por la UNESCO –como
en los viejos tiempos- que por la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE). Este simple detalle debiera ser para todos
nosotros un síntoma del “espíritu de los tiempos”. Pero, ¿es ese espíritu algo
con lo que debamos conformarnos?
Antes
de abordar esa pregunta, es necesario todavía conducir la exposición hacia la
situación actual de la Universidad Michoacana. Durante buena parte del siglo XX
el estado mexicano entendió su relación con las universidades públicas a la luz
de una idea más o menos clara. En vistas de un proyecto nacional de largo
plazo, el estado debía garantizar la sustentabilidad de la universidad pública
en tanto espacio privilegiado para la producción del conocimiento y la difusión
de la cultura. Esta comprensión general, desde luego, nunca estuvo exenta de
problemas propios del autoritarismo político. Sin embargo, al menos la forma de las leyes
permitía contar con un marco en el cual el estado debía entenderse a sí mismo
como obligado ante la sociedad al apoyo y mantenimiento de la educación
superior.
En
las nuevas condiciones, el estado no necesariamente entiende las cosas de la
misma manera. Preso él mismo, al parecer, de la dinámica de la economía
mundial, debe responder ante instancias que no son ya el pueblo que eligió a
las autoridades. El viejo estado nacional ahora tiende a comportarse como quien
debe dar cuenta de cada centavo gastado ante la OCDE, el Fondo Monetario
Internacional u otras instancias que le otorgan rostro al sistema de la
economía planetaria. Es en esta triste condición que un estado como el mexicano
debe decidir qué hacer con el presupuesto de las universidades públicas.
Y,
en la medida en que acepta ser un actor secundario, no es difícil imaginar la
decisión: el estado, y el estado mexicano en particular, transige con la
dinámica económica y se comporta ante las universidades como un administrador
del dinero que, para justificar el gasto, exige a sus empleados –en este caso,
las universidades- que se ajusten a las exigencias de producción impuestas por
el patrón –que en este caso ni siquiera es alguien, sino “algo”: el mercado.
Por primera vez desde la edad media –y en el caso de nuestro país, en toda su
historia- las universidades se encuentran obligadas a justificar su propia
existencia ante un poder ajeno.
¿Qué cabe a una entidad federativa como
Michoacán hacer ante todo esto? Las opciones son pocas: o bien el estado –en
este caso, el estado libre y soberano de Michoacán de Ocampo- reconoce su deber
ante la sociedad y apoya a nuestra máxima casa de estudios en esta hora oscura,
o bien acepta convertirse en mero administrador de la quiebra –con innegables
responsabilidades ante las generaciones de jóvenes de ahora y de los próximos
años. Desde luego, no puede decirse que la responsabilidad completa de la
situación actual recaiga sobre el gobierno del estado. Pero sí es necesario
afirmar claramente que es deber de un gobierno soberano, miembro de pleno
derecho del pacto federal, gestionar con perseverancia y con firmeza ante las
autoridades del país los fondos que pudieran hacer falta para mantener con vida
y con esperanza a la Universidad Michoacana.
Nada
de esto significa que la Universidad Michoacana no deba hacer su parte del
trabajo. Ella debe comprometerse a la reforma interna tanta veces pospuesta,
pero una reforma en la cual tomen parte todos los miembros de la comunidad:
autoridades, personal administrativo, profesores y profesoras, estudiantes en
general y también, desde luego, los miembros de las Casas del Estudiante
–institución que, con todo y sus grandes problemas, sigue constituyendo
prácticamente la única oportunidad para muchos jóvenes que en este ´país tan
injusto y desigual desean estudiar una carrera y ejercer una profesión. Todo
esto queda fuera de duda. Pero bajo ninguna circunstancia moral, política o
económica debe aceptarse que los problemas internos de la Universidad
Michoacana se conviertan en pretextos para su aniquilación.
El
espíritu de los tiempos parece condenar a los estados -y también al estado de Michoacán y al
estado mexicano- a convertirse en simples gestores del sistema económico. Pero
el estado tiene en sus manos la decisión de enfrentar con responsabilidad, y
también con creatividad y con
inteligencia, los embates de la economía globalizada. El estado, todo estado,
tiene mayor fuerza y legitimidad en la medida en que responde a las
aspiraciones más profundas de las sociedades que lo sustentan. Y el derecho a
una educación superior al alcance de todos, más allá de las diferencias
socioeconómicas, es una de esas aspiraciones. El estado no tiene por qué
aceptar la idea terrible de que las exigencias de la economía globalizada son
tan naturales e inevitables como la ley de la gravedad. Podrá ahorrarse en otras cosas… ¿por qué
tendrá que ahorrarse en la educación superior? ¿Por qué escatimarle el futuro a
los seres humanos?