martes, 18 de diciembre de 2012

Estado, universidad y futuro. Ponencia ante integrantes del Congreso del Estado de Michoacán




Texto de la ponencia leída en el foro “La Universidad Michoacana: sus condiciones y necesidades”, llevado a cabo en el Congreso del Estado de Michoacán ante los diputados de las comisiones de Educación y de Presupuesto, el 17 de diciembre de 2012.



Estado, universidad y futuro.

Carlos A. Bustamante
17 de diciembre de 2012

            ¿Por qué el estado debe hacerse cargo del mantenimiento y el impulso a las instituciones públicas de educación superior? Esta pregunta era apenas imaginable hace unos pocos años. Sin embargo, por extraño que parezca, en los tiempos que corren se trata de una cuestión que exige una respuesta, y una que sea contundente de cara a la sociedad y al futuro del país. En el caso de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la pregunta se vuelve particularmente aguda y por momentos hasta dolorosa, en vista de las penurias económicas que nuestra entidad atraviesa.

            La actual administración ha decidido enfrentar esas penurias por medio de lo que aparece como un programa de austeridad, expresado en ciertas reducciones al gasto público. Pero el problema que nos reúne hoy tiene que ver con el hecho de que esas reducciones afectarían sensiblemente a la Universidad Michoacana. A primera vista, esas reducciones podrían parecer como justas: ¿acaso no son éstos tiempos en los cuales todo mundo debe apretarse el cinturón y meter el hombro por Michoacán? Sin embargo, esta posible apreciación no cuenta con bases sólidas ni legítimas. Ella resulta, entre otras cosas, de una opinión pública altamente susceptible a la agenda de una buena parte de los medios de comunicación, agenda la cual parece por momentos tener como objeto minar la legitimidad y la misma razón de ser de la Casa de Hidalgo. Si una actitud así obedece o no a oscuros intereses  es tema que no cabe tratar por ahora. Pero no es éste el único factor que parece justificar una eventual disminución del presupuesto para la Universidad.

            Más allá de esas fundadas sospechas, está en juego la concepción que se tiene acerca de las relaciones entre el estado y la universidad. Es en este punto donde se impone un análisis cuidadoso, que inevitablemente habrá de comprometernos en el terreno de las decisiones que tanto el poder ejecutivo como el legislativo de Michoacán, así como la sociedad misma, han de tomar en los próximos días con vistas a un futuro que rebasa ampliamente el término de una administración estatal. Se trata del futuro de generaciones de michoacanos y michoacanas, y de hombres y mujeres en general que aspiran a una forma de vida en la cual ellos y ellas consigan ser dueños de sus propios destinos y no simples piezas de una maquinaria de producción económica, maquinaria que de cualquier manera ni siquiera garantiza formas de existencia humana decentes ni suficientes.

            ¿Por qué plantear las cosas en estos términos? El análisis que se propone habrá de mostrarlo.  Las relaciones entre el estado y la universidad pública son complejas y envuelven diversos aspectos. Muchos de ellos, sobra decirlo, tienen que ver con la autonomía que se desea –y que protege la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos- para instituciones en las cuales el libre examen y la discusión de las ideas y de las teorías es el núcleo de la actividad cotidiana. Pero esta autonomía, indispensable para el trabajo académico, para la investigación y para la difusión del conocimiento y la cultura, no es obstáculo para que un estado se haga cargo de sus obligaciones frente a la universidad. Esas obligaciones incluyen, de manera particularmente sensible, el mantenimiento económico de aquel insustituible espacio de la educación y del pensamiento. Un estado fundado sobre los principios de la libertad y de la justicia social debe  ofrecer a la universidad pública las condiciones que le permitan no sólo la mera subsistencia, sino el adecuado desarrollo de sus funciones sustantivas.

            ¿Qué razones tendría un estado para poner en duda esta manera de entender sus relaciones y sus obligaciones con la universidad? Más allá de puntos de vista políticos, los motivos que hoy día ponen en crisis a las universidades públicas en nuestro país en general –y a la Universidad Michoacana en particular- tienen que ver con las condiciones de la dinámica social y económica del mundo entero. Es un lugar común hablar de la llamada “globalización”, pero eso no es excusa para tomar el término a la ligera y evitar la atención a ciertos detalles de primera importancia. Esos detalles, como se espera mostrar aquí, conducen -en el nivel de la vida de la Universidad Michoacana- a explicaciones que exigen una respuesta.

            “Globalización” es, en primer lugar, el nombre aceptado para cierta dinámica económica extendida por el planeta  a partir de los años setenta. Esa dinámica nace en el momento de la crisis del estado de bienestar, modelo adoptado por buena parte de las grandes potencias tras la segunda gran guerra. Cuando dicho estado de bienestar se volvió insuficiente para mantener la estabilidad de las grandes cifras económicas, los gobiernos comenzaron a adoptar estrategias ahora bastante reconocibles: la disminución del gasto público, la celebración de grandes acuerdos comerciales internacionales, la monetarización de la economía planetaria.  Esas estrategias tuvieron como consecuencia la disminución del papel de los estados en la vida económica de los países que las adoptaron en primer lugar: lo que antes  suponía una condición inevitable –la regulación de la economía por parte del estado- ahora era una idea vista con desconfianza. El nuevo modelo económico asumió que el papel del estado era meramente el de un árbitro del juego del dinero –un árbitro bastante débil y provisto de un reglamento incierto, cabe decir.

            Liberada así de los límites impuestos por la acción estatal, la economía de las grandes potencias asumió claramente las características de un sistema dotado con energía propia y básicamente autorregulado –aunque no exento de catástrofes provocadas por él mismo. Este sistema altamente libre de coacción externa –llamado “neoliberal” por sus críticos- adquirió en poco tiempo la potencia de una onda expansiva. Los países menos desarrollados –México también- se vieron forzados a incorporarse a la dinámica iniciada en Londres y en Nueva York. Hasta qué punto esta incorporación fue mero resultado de la naturaleza de las cosas o consecuencia de decisiones políticas que pudieron ser otras, es tema que los historiadores tendrán que aclarar algún día. En su momento, en los tiempos de Miguel de la Madrid y Salinas de Gortari, la entrada al mundo del comercio sin fronteras y de los estados nacionales sin fuerza ante el gran capital fue presentada  bajo el engañoso nombre de “modernización” -y considerada prácticamente inevitable.

            La dinámica económica de la globalización en clave neoliberal provocó importantes transformaciones en otra dinámica: la de las sociedades. Cuentan los sociólogos que al menos desde los tiempos de la Paz de Westfalia –que puso fin a la guerra de los Treinta Años en 1648- las unidades sociales tendieron a organizarse en el seno de la unidad política del estado nacional. La sociedad buscaba –y tal vez encontraba- el instrumento de su gobierno en los límites del estado, y éste procuraba la legitimidad necesaria –al menos en principio- en las aspiraciones de aquélla. Con todos y sus grandes e innegables problemas, el estado nacional era por lo menos un referente para la dinámica social.  Una consecuencia interesante a la luz de los desafíos de hoy día era que la acción política podía entenderse de manera relativamente clara: acción política era lo que tenía que hacerse para orientar en un sentido u otro el rumbo del estado y de la sociedad. Pero esta visión del mundo parece hacerse añicos ante el embate del mercado globalizado.

             Reducida la capacidad de acción del estado a una expresión más bien mínima, la dinámica social parece indefensa ante la dinámica del mercado global. Los estados nacionales fungieron en su momento como una suerte de filtro que separaba la vida social de los movimientos de los mercados, para bien y para mal. Ahora ese papel de “filtro” resulta dudoso, tal vez inexistente. Por tanto, las sociedades deben hacer frente con sus propios recursos –no necesariamente muchos ni muy poderosos- a los desafíos que para la vida de hombres y mujeres plantea una economía implacable.

            Este cuadro, tal vez un poco extenso, puede ser útil para explicar lo que sucede hoy día con nuestra universidad. En el mundo económicamente globalizado de los años 2010, ciertos aspectos de la vida de las sociedades son supervisados –y en varios casos propiamente determinados- por organizaciones creadas en función de la misma economía global de mercados sin fronteras. En el caso de la educación, que es el que interesa aquí, ese papel es desempeñado menos por la UNESCO –como en los viejos tiempos- que por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Este simple detalle debiera ser para todos nosotros un síntoma del “espíritu de los tiempos”. Pero, ¿es ese espíritu algo con lo que debamos conformarnos?

            Antes de abordar esa pregunta, es necesario todavía conducir la exposición hacia la situación actual de la Universidad Michoacana. Durante buena parte del siglo XX el estado mexicano entendió su relación con las universidades públicas a la luz de una idea más o menos clara. En vistas de un proyecto nacional de largo plazo, el estado debía garantizar la sustentabilidad de la universidad pública en tanto espacio privilegiado para la producción del conocimiento y la difusión de la cultura. Esta comprensión general, desde luego, nunca estuvo exenta de problemas propios del autoritarismo político.  Sin embargo, al menos la forma de las leyes permitía contar con un marco en el cual el estado debía entenderse a sí mismo como obligado ante la sociedad al apoyo y mantenimiento de la educación superior.

            En las nuevas condiciones, el estado no necesariamente entiende las cosas de la misma manera. Preso él mismo, al parecer, de la dinámica de la economía mundial, debe responder ante instancias que no son ya el pueblo que eligió a las autoridades. El viejo estado nacional ahora tiende a comportarse como quien debe dar cuenta de cada centavo gastado ante la OCDE, el Fondo Monetario Internacional u otras instancias que le otorgan rostro al sistema de la economía planetaria. Es en esta triste condición que un estado como el mexicano debe decidir qué hacer con el presupuesto de las universidades públicas.

            Y, en la medida en que acepta ser un actor secundario, no es difícil imaginar la decisión: el estado, y el estado mexicano en particular, transige con la dinámica económica y se comporta ante las universidades como un administrador del dinero que, para justificar el gasto, exige a sus empleados –en este caso, las universidades- que se ajusten a las exigencias de producción impuestas por el patrón –que en este caso ni siquiera es alguien, sino “algo”: el mercado. Por primera vez desde la edad media –y en el caso de nuestro país, en toda su historia- las universidades se encuentran obligadas a justificar su propia existencia ante un poder ajeno.

             ¿Qué cabe a una entidad federativa como Michoacán hacer ante todo esto? Las opciones son pocas: o bien el estado –en este caso, el estado libre y soberano de Michoacán de Ocampo- reconoce su deber ante la sociedad y apoya a nuestra máxima casa de estudios en esta hora oscura, o bien acepta convertirse en mero administrador de la quiebra –con innegables responsabilidades ante las generaciones de jóvenes de ahora y de los próximos años. Desde luego, no puede decirse que la responsabilidad completa de la situación actual recaiga sobre el gobierno del estado. Pero sí es necesario afirmar claramente que es deber de un gobierno soberano, miembro de pleno derecho del pacto federal, gestionar con perseverancia y con firmeza ante las autoridades del país los fondos que pudieran hacer falta para mantener con vida y con esperanza a la Universidad Michoacana.

            Nada de esto significa que la Universidad Michoacana no deba hacer su parte del trabajo. Ella debe comprometerse a la reforma interna tanta veces pospuesta, pero una reforma en la cual tomen parte todos los miembros de la comunidad: autoridades, personal administrativo, profesores y profesoras, estudiantes en general y también, desde luego, los miembros de las Casas del Estudiante –institución que, con todo y sus grandes problemas, sigue constituyendo prácticamente la única oportunidad para muchos jóvenes que en este ´país tan injusto y desigual desean estudiar una carrera y ejercer una profesión. Todo esto queda fuera de duda. Pero bajo ninguna circunstancia moral, política o económica debe aceptarse que los problemas internos de la Universidad Michoacana se conviertan en pretextos para su aniquilación.

            El espíritu de los tiempos parece condenar a los  estados -y también al estado de Michoacán y al estado mexicano- a convertirse en simples gestores del sistema económico. Pero el estado tiene en sus manos la decisión de enfrentar con responsabilidad, y también con  creatividad y con inteligencia, los embates de la economía globalizada. El estado, todo estado, tiene mayor fuerza y legitimidad en la medida en que responde a las aspiraciones más profundas de las sociedades que lo sustentan. Y el derecho a una educación superior al alcance de todos, más allá de las diferencias socioeconómicas, es una de esas aspiraciones. El estado no tiene por qué aceptar la idea terrible de que las exigencias de la economía globalizada son tan naturales e inevitables como la ley de la gravedad.  Podrá ahorrarse en otras cosas… ¿por qué tendrá que ahorrarse en la educación superior? ¿Por qué escatimarle el futuro a los seres humanos?

domingo, 14 de octubre de 2012

Liberalismo y modernización: la reforma educativa de Gómez Farías



            En el caso de México, la educación conducida por el estado independiente surge en la intersección de tres familias de ideas: la necesidad de modernizar al país, experimentada sobre todo por las elites criollas que se hacen cargo del destino de la nueva nación; el impulso ilustrado, que busca al menos ofrecer una alternativa a la instrucción de cuño religioso dominante durante la colonia; finalmente, y de manera un tanto paradójica, la concepción liberal de la vida política misma, que en un primer momento es entendida en el sentido más o menos clásico de una intervención reducida del propio estado en la vida de los habitantes. El resultado será ocasión de importantes conflictos sociales y culturales: “modernizar” e “ilustrar” son proyectos que, en las condiciones de la recién emancipada Nueva España, parecen exigir precisamente esa acción estatal fuerte que el liberalismo heredado de Europa a través de la constitución de Cádiz más bien tiende a regatear.

            Pero desde el punto de vista de los procesos de subjetivación, es interesante atender a los rasgos de los planes educativos del temprano siglo XIX en vistas del tipo de “mexicano” al cual parecen invocar: un ciudadano para un estado que a duras penas lo es. El país imaginado por el primer liberalismo sencillamente no existe: es preciso construirlo sobre la marcha. Esa construcción, como mostrarán los acontecimientos posteriores, no sería sencilla; para alcanzar la mera unidad política –un requisito mínimo pero difícil- se requerirá la presencia de gobiernos fuertemente centralizados, como los de Juárez y Díaz.  Sin embargo, durante las primeras décadas de vida independiente se conjugarán la inexistencia de un poder central realmente sólido con las tendencias disgregadoras de una sociedad que sólo el despotismo de la colonia conseguía mantener unida.

En ese contexto, el primer gobierno de Valentín Gómez Farías es paradigmático: los liberales intentan conducir la educación para el país que imaginan, sin contar con las condiciones en que dicha educación podría sobrevivir a los caprichos de la política del momento. Y sin embargo, las tendencias centrífugas de entonces permitirán que los gérmenes “modernizadores” e “ilustrados” de los proyectos de Gómez Farías perduren y reaparezcan en un ambiente que les será más favorable. Y entonces la paradoja saltará de nuevo a la vista: lo que permitirá que esos gérmenes prosperen será la renuncia al ideal de un sociedad de ciudadanos liberales a cambio de un estado fuertemente involucrado en la construcción de una subjetividad mexicana moderna. ¿Modernidad sin libertad? Acaso ésa sea la fórmula que exprese lo que ocurrirá con el positivismo y después con el estado posrevolucionario. 
           

La “primera Reforma” y su ambiente.

La estructura misma de la sociedad hasta poco antes colonial favorecía la presencia de poderes locales bastante autónomos respecto al gobierno central. Así, al menos durante la década de 1820 se impuso una suerte de federalismo de facto, que desbordaba por sí mismo las intenciones de la constitución de 1824. Algunos de esos poderes locales adquirieron la forma de cacicazgos relativamente tradicionales –como el de Juan Álvarez en Guerrero. Otros dieron pie a  expresiones “constitucionales” en gobiernos que gozaban de una importante capacidad de acción propia. Ése fue el caso de Jalisco en los tiempos de Prisciliano Sánchez, así como el de Zacatecas bajo  Francisco García Salinas[1].

            El doctor Valentín Gómez Farías (1781 – 1858) inició su camino en la política colaborando tanto con Sánchez como con García Salinas. Es probable que fuese la experiencia junto a los gobernadores de Jalisco y de Zacatecas lo que inspirara a Gómez Farías para los planes que adoptó una vez en la presidencia en lo que refiere a la educación. En todo caso, en 1833 nuestro personaje encuentra el momento de dar a algunos de aquellos planes una cierta proyección nacional, al menos formalmente: el presidente Antonio López de Santa Anna, alegando motivos de salud, se retira a sus haciendas veracruzanas; Gómez Farías, vicepresidente, queda a cargo del poder ejecutivo. Será durante los meses que ocupe la máxima responsabilidad que se llevará a cabo lo que los historiadores a veces llaman “la primera reforma”, aludiendo a la que tendría lugar –y éxito- en los tiempos de Juárez y su generación.

            ¿Qué tipo de país debe gobernar Gómez Farías? En tan solo doce años de vida independiente, el país ha conocido ya tres pronunciamientos militares en contra de otros tantos presidentes. Los estados de Sonora y Yucatán viven ya en la zozobra de la rebelión indígena. Y, en el caso del segundo, la opción secesionista es considerada seriamente casi desde el momento de la firma de la constitución de 1824[2]. En sentido estricto, tiene que decirse que el poder del vicepresidente alcanza más bien a la capital; sin embargo, incluso ahí tiene que contemporizar con el Ayuntamiento e incluso con el Cabildo eclesiástico[3]. Pero al menos cuenta con un aliado importante en la persona del síndico Agustín Buenrostro, así como con la amistad y el consejo de José María Luis Mora, intelectual considerado como padre del liberalismo mexicano. Esos aliados, así como otros personajes de pensamiento afín, serán quienes apoyen la reforma educativa que Gómez Farías emprenderá al poco tiempo[4].

            Debe añadirse a este cuadro no demasiado alentador que la ciudad de México cuenta por entonces con cerca de doscientos mil habitantes, que en grupos desiguales pertenecían a todos los estratos de la vieja sociedad novohispana. La mayor parte de las escuelas existentes eran de tipo “particular”, esto es, escuelas regentadas por profesores del gremio que impartían clases en locales de su propiedad. Había también varias “amigas” para la instrucción de las niñas, y existía algún establecimiento sostenido directamente por los indios de los pueblos vecinos. Por otra parte, las disposiciones de 1786 habían propiciado la apertura de unas cuantas escuelas gratuitas en los conventos. Lo que puede notarse a primera vista es el escaso papel que el gobierno de la ciudad desempeñaba en el ámbito de la educación. Fue el ya mencionado Agustín Buenrostro quien intentó implementar algunos planes al respecto bajo el gobierno de Anastasio Bustamante y también en tiempos del interino Manuel Gómez Pedraza. Pero los planes de Buenrostro debieron esperar a que Gómez Farías –conocedor de tentativas similares en Jalisco y Zacatecas, como se ha dicho ya- les prestara el oído adecuado. 



Las leyes y las obras.

            En junio de 1833, el Congreso había concedido poderes extraordinarios al vicepresidente. Esos “poderes”, en realidad, podían ejercerse en el Distrito Federal y en los territorios nacionales dependientes del ejecutivo; los estados de la inestable federación prácticamente podían tomar las decisiones presidenciales como meras recomendaciones. A pesar de ello, lo que ocurriera en la capital de la república tendría inevitables consecuencias en otros lugares, dada la relación entre las antiguas provincias coloniales y la sede del virreinato. Gómez Farías emprendió en estas condiciones las reformas educativas que aquí interesan.

            El 19 de octubre Gómez Farías creó por decreto la Dirección General de Instrucción Pública, organismo encargado de regular la educación en todos los niveles existentes por entonces. El mismo día se ordenó la desaparición de la Universidad Real y Pontificia, venerable institución sustituida por seis establecimientos de “estudios mayores” -según otro decreto del 23 de octubre. El 26 del mismo mes, finalmente, Gómez Farías ordenaba en un tercer decreto la creación de escuelas primarias en los seis establecimientos de estudios mayores, así como en todas las parroquias (consideradas como divisiones geográficas) y en todos los pueblos del Distrito Federal; en el mismo documento retomaba las disposiciones de 1786 en lo que concierne a que conventos y parroquias abriesen escuelas públicas en sus edificios[5].

            ¿Serían estas reformas suficientemente radicales como para suscitar una suerte de “reacción conservadora” que explicara, al menos en parte, el clamor contra Gómez Farías que culminó en el retorno de Santa Anna a la presidencia? El detalle de los tres decretos de octubre de 1833 muestra que no corrían aún los tiempos del radicalismo liberal, si es que alguna vez lo hubo; en todo caso, los decretos resultaban “liberales” en otro sentido.

Los objetivos principales de Gómez Farías, Buenrostro y la Dirección General de Instrucción Pública tenían que ver mucho más con la difusión de la enseñanza que con los contenidos específicos de la misma. En palabras de José María Luis Mora, uno de los protagonistas de aquel momento:

Verdad es que una multitud de escuelas enseñarían mal a leer y escribir, pero enseñarían, y para la multitud siempre es un bien aprender algo, ya que no lo puede todo. Que los hombres puedan explicar, aunque sea defectuosamente, sus conceptos por escrito, y que puedan de la misma manera encargarse de los de otros expresados por los caracteres de un libro o manuscrito es ya un progreso, si se parte, como se partía en México, de la incapacidad de hacerlo que tenía la multitud en un estado anterior; esto y no otra cosa era lo que se buscaba por la libertad de enseñanza, y esto se ha obtenido y se obtiene todavía por ella misma[6].

            Así, lo que puede colegirse de los planes de Gómez Farías y su equipo es que el estado entraría a coadyuvar, junto al número relativamente alto de profesores particulares, en la labor de instruir a un pueblo mayoritariamente analfabeta. La “primera reforma” ostentaría este sentido ante todo social –es decir, igualitario. El tema de los contenidos de la educación definitivamente no ocupa el primer plano. La Dirección General tendría jurisdicción plena en las escuelas abiertas por el gobierno, así como en las que los conventos y parroquias establecieran en sus propias instalaciones. Pero, siguiendo un instinto liberal de tipo lockeano, dicha Dirección se limitaría a tomar nota de los profesores particulares y de las “amigas” que funcionasen por su cuenta, sin someterlos a la supervisión del inspector general –que, por cierto, era el propio Agustín Buenrostro. De hecho, más allá de las disposiciones de 1786, los decretos abolían los requisitos de “cristiandad vieja” y de “pureza de sangre” –resabios arcaicos- y, especialmente, el de un examen de idoneidad[7]. El talante liberal de Gómez Farías se vislumbra en esta concepción del trabajo educativo del estado: este último, más que un regulador de aquella actividad, es un colaborador más junto a los profesores particulares.

            Pero el hecho de que los contenidos de la educación no fueran el tema central de los decretos de 1833 no quiere decir que esos decretos no influyeran en el rumbo de aquellos contenidos en las épocas posteriores. A este punto habrá que dedicar el siguiente apartado. Pero por ahora debe añadirse que, dada la precariedad del gobierno de Gómez Farías, a duras penas se consiguió abrir siete escuelas nuevas para niñas y niños y que la Dirección General se hiciese cargo de cuatro escuelas ya existentes. Eso sí: durante los meses en que el vicepresidente tuvo el control, los 8 000 pesos de entonces destinados como presupuesto para la educación se gastaron escrupulosamente en el rubro[8].


Modernizar una sociedad en clave liberal.

            Lo menos notable en los decretos de 1833 se convirtió, a la larga, en el sustento de la herencia del liberalismo. Es decir, los contenidos que bien podrían ser pasados por alto por los profesores particulares y las “amigas” terminaron por incidir en el curso de los acontecimientos posteriores mucho más que la intención igualitaria de lo que hoy se llamaría, pomposamente, “cobertura universal”. Como se insinuó al principio, esto significa que la tensión entre liberalismo y modernización –y la ilustración a ella asociada- se resolvió más bien por el lado del segundo de dichos factores.

            En primer lugar, la Dirección General de Instrucción Pública debía, en el limitado ámbito de su acción, fomentar el uso de los “modernos” métodos de la Compañía Lancasteriana. El sistema de educación mutua, en el cual los alumnos monitores se hacían cargo del trato directo con los estudiantes menos avanzados, permitiría en el proyecto de Gómez Farías, Buenrostro, Mora y los demás hacer llegar la educación elemental a grupos mayores de la población. A la larga, tal objetivo no sería alcanzado: el vicepresidente tan sólo consiguió inaugurar un centro lancasteriano para niñas[9]. Pero lo que perduró en el ambiente cultural fue la idea de que los métodos modernos debían sustituir a la anticuada enseñanza de las escuelas particulares, las cuales, además, ya desde entonces estaban invitadas –no podían ser obligadas- a usar la cartilla de Lancaster como texto básico. Si bien los establecimientos lancasterianos nunca lograron las metas propuestas por sus fundadores, por lo menos incidieron en la formación de una cierta idea “moderna”: lo nuevo es mejor que lo viejo y conviene que se le adopte.

            Vale la pena mencionar aquí un aspecto de la “primera reforma” que delata una visión de largo plazo. La Compañía Lancasteriana proponía escuelas normales que produjeran los maestros y maestras necesarios para atender la enseñanza de las “primeras letras”. Gómez Farías y los suyos proyectaban la fundación de dos escuelas de este tipo; eso indica que, para el futuro, se esperaba contar con un cuerpo de docentes profesionales embebidos del sistema de Lancaster. Así, se pasaría por fin del gremialismo colonial a la asociación mucho más orgánica entre el estado y los educadores a los que aquél encomendaría la delicada tarea de instruir a la infancia. Como podrá imaginarse, esto es un requisito indispensable para la conformación de un estado que efectivamente se encuentre en condiciones de hacerse cargo de la educación. Pero habría que esperar casi un siglo para que esa asociación se consumara: Santa Anna regresó antes de que las dos escuelas pudiesen abrir sus puertas[10].

            Pero, por lo demás, los decretos del vicepresidente tendían a mantener el statu quo en lo que respecta a  las escuelas primarias; de hecho, debe mencionarse que tales decretos contemplaban que el catecismo eclesiástico –junto con el llamado “catecismo político”- formaran parte de lo que cualquier profesor debía impartir en el aula[11]. Fue más bien en los terrenos de la enseñanza secundaria y superior que las nuevas disposiciones incidieron notoriamente en los contenidos programáticos. Sin embargo, incluso en este ámbito debe decirse que lo que Gómez Farías provocó no fue tanto un cambio de programa sino la consolidación de tendencias que provenían de la última época de la colonia.

            Esas tendencias modernizadoras consistían, sobre todo, en el privilegio de la enseñanza científica -y técnica- sobre los esquemas del trívium y el quadrivium que aún dominaban en el ámbito de las universidades. La nación imaginada por Gómez Farías y sus socios debía conformarse, seguramente, por menos expertos en latín y por más profesionistas embebidos en el saber técnico propiciado por la revolución científica. Al menos en esto los primeros liberales no se distinguían demasiado del gabinete de ministros de Carlos III. Y, curiosamente, sus intenciones tampoco eran tan diferentes de las tentativas por “modernizar” la enseñanza en los colegios secundarios llevadas a cabo por Clavijero y sus compañeros jesuitas antes de la expulsión.

            En la década de 1830 subsistían los viejos colegios coloniales, con su programa de dos años de gramática latina y tres de filosofía; era durante estos últimos que, en algún caso, se impartían algunas teorías científicas como las que habían enseñado ya Gamarra o Clavijero. La novedad, en todo caso, era la presencia de los “Institutos Literarios”, que se ofrecían como alternativa a los viejos colegios y que privilegiaban la enseñanza de materias científicas y de asignaturas prácticas –dibujo, idiomas modernos como el francés y el inglés[12]. El ambiente de 1833 y 1834 resultó favorable para aquellos Institutos. Ya en 1826, el gobernador Sánchez había extinguido la Universidad de Guadalajara y establecido, en su lugar, un Instituto de Ciencias. Probablemente el ejemplo de Sánchez llevó a Gómez Farías a clausurar a su vez a la Real y Pontificia Universidad y fomentar la enseñanza superior de corte técnico y científico por medio de los seis establecimientos antes aludidos: cada uno era, por supuesto, un “Instituto” o un “Colegio”, y al menos uno de ellos –el de Minería- conservaba su inspiración borbónica[13].

            Así, las tendencias en los contenidos de la educación media superior y superior sencillamente continuaron su camino –hacia la modernización técnica y científica- en un ambiente que resultaba más favorable. No sería descabellado afirmar que este rubro era menos importante para el gobierno de Gómez Farías que la educación primaria, cuya máxima difusión era considerada –ella sí- una meta primordial del estado mexicano. No resulta del todo preciso, entonces, concebir una cierta “modernización ilustrada” de la educación como obra de Gómez Farías: la modernización despótica de los borbones se continuó en la atmósfera liberal propiciada por el vicepresidente y sus colaboradores. Y es que la “libertad de enseñanza” que garantizaba el trabajo sin supervisión de los profesores particulares de primeras letras tuvo un colofón no necesariamente planeado: la difusión de las ideas de la ciencia moderna –también en lo que concierne a las teorías del gobierno y a la economía política- entre sectores algo más amplios[14]. La misma libertad que permitía a cualquiera atender su escuela primaria facilitaba que el conocimiento “moderno” permeara a las nacientes clases medias.

            Pero junto con la ciencia nueva –que incluía ya entonces a las que luego serían llamadas “ciencias sociales”- aquella burguesía se acercaba a una nueva concepción del saber: éste no era visto ya como el conocimiento de la lengua latina y de la filosofía escolástica, sino como el dominio de la técnica destinada en última instancia a someter al mundo y a fomentar el desarrollo económico mediante la libre empresa. Cuando se acusa al positivismo de la época de Porfirio Díaz de combatir a las humanidades en favor de una suerte de ciencia instrumental, se pierde de vista no sólo que el positivismo mexicano estuvo lejos de ostentar un rostro tan terrible, sino que la tendencia “instrumentalista” proviene, de hecho, de una etapa anterior.

            En sentido estricto, lo que Gómez Farías buscaba era una transformación política y social antes que una transformación cultural: el surgimiento de una ciudadanía capaz de intervenir en los asuntos públicos en términos del liberalismo republicano más o menos clásico. Esta intención puede adivinarse en cierto pasaje del discurso del vicepresidente ante el Congreso en abril de 1833:

La enseñanza primaria, que es la principal de todas, está desatendida, y se le debe dispensar toda protección, si se quiere que en la república haya buenos padres, buenos hijos, buenos ciudadanos, que conozcan y cumplan sus deberes.[15]


            Pero este liberalismo incipiente no dio pie a la república virtuosa, sino a la continuidad del proceso de modernización y de ilustración iniciado en el siglo XVIII. Más allá del drama de Gómez Farías –destituido en 1834 por Santa Anna- la historia de la educación en México se encontraría en el camino con el tipo de régimen político capaz de crear a la clase de sujetos necesarios para hablar de la nación soñada como moderna. Sin embargo, la creación de esos sujetos requeriría la renuncia al sueño republicano, liberal y democrático de 1833. Una paradoja permitirá la continuidad del proyecto modernizador: el federalismo de facto, que sobrevivió incluso a las aspiraciones tiránicas de Santa Anna, dio pie a que Benito Juárez y otros gobernadores recogieran las ideas de los decretos de Gómez Farías y las aplicaran en sus estados durante algún tiempo[16]. El resultado no fue la gestación de una ciudadanía liberal, sino una modernización ilustrada impuesta desde el poder central.



           


[1] Cfr. al respecto a Dorothy Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo en el programa de educación primaria de Valentín Gómez Farías”, archivo electrónico http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/2NUUKT5FNXYX21IRVBEBUI222DGJ99.pdf, consultado el 13 de octubre de 2012, pp. 474 ss. Para una idea de la importancia de los poderes regionales en la época, cfr. Enrique Florescano, Etnia, estado y nación, ed. Taurus, México, 2001, pp. 290 ss.
[2] Cfr. Florescano, ídem.
[3] Cfr. Dorothy Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, en AA.VV. Historia de México, vol. 9, ed. Salvat, México, 1978, pp. 1994 ss.
[4] Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, pp. 481 ss.
[5] Cfr. Tanck de Estrada, op. cit., pp. 487 ss.
[6] Mora, Obras sueltas, ed. Porrúa, México, 1963, citado por Tanck de Estrada en “La educación en la nueva nación”, p. 1997.
[7] Las disposiciones de 1786 pueden consultarse en la antología a cargo de Dorothy Tanck de Estrada, La ilustración y la educación en la Nueva España, ed. SEP – El Caballito, México, 1985, pp. 109 ss.
[8] Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”.
[9] Cfr. Ibid, pp. 487 ss.
[10] Cfr. Ibid, pp. 498 ss.
[11] Cfr. Ibid., p. 492.
[12] Cfr. Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, pp. 1990 ss.
[13] Cfr. Ibid., pp. 1998 ss.
[14] Cfr. Idem.
[15] Citado en Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, p. 502.
[16] Cfr. al respecto Raúl Mejía Zúñiga, Raíces educativas de la Reforma, ed. SEP, México, 1963, pp. 81 ss.