martes, 18 de diciembre de 2012

Estado, universidad y futuro. Ponencia ante integrantes del Congreso del Estado de Michoacán




Texto de la ponencia leída en el foro “La Universidad Michoacana: sus condiciones y necesidades”, llevado a cabo en el Congreso del Estado de Michoacán ante los diputados de las comisiones de Educación y de Presupuesto, el 17 de diciembre de 2012.



Estado, universidad y futuro.

Carlos A. Bustamante
17 de diciembre de 2012

            ¿Por qué el estado debe hacerse cargo del mantenimiento y el impulso a las instituciones públicas de educación superior? Esta pregunta era apenas imaginable hace unos pocos años. Sin embargo, por extraño que parezca, en los tiempos que corren se trata de una cuestión que exige una respuesta, y una que sea contundente de cara a la sociedad y al futuro del país. En el caso de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la pregunta se vuelve particularmente aguda y por momentos hasta dolorosa, en vista de las penurias económicas que nuestra entidad atraviesa.

            La actual administración ha decidido enfrentar esas penurias por medio de lo que aparece como un programa de austeridad, expresado en ciertas reducciones al gasto público. Pero el problema que nos reúne hoy tiene que ver con el hecho de que esas reducciones afectarían sensiblemente a la Universidad Michoacana. A primera vista, esas reducciones podrían parecer como justas: ¿acaso no son éstos tiempos en los cuales todo mundo debe apretarse el cinturón y meter el hombro por Michoacán? Sin embargo, esta posible apreciación no cuenta con bases sólidas ni legítimas. Ella resulta, entre otras cosas, de una opinión pública altamente susceptible a la agenda de una buena parte de los medios de comunicación, agenda la cual parece por momentos tener como objeto minar la legitimidad y la misma razón de ser de la Casa de Hidalgo. Si una actitud así obedece o no a oscuros intereses  es tema que no cabe tratar por ahora. Pero no es éste el único factor que parece justificar una eventual disminución del presupuesto para la Universidad.

            Más allá de esas fundadas sospechas, está en juego la concepción que se tiene acerca de las relaciones entre el estado y la universidad. Es en este punto donde se impone un análisis cuidadoso, que inevitablemente habrá de comprometernos en el terreno de las decisiones que tanto el poder ejecutivo como el legislativo de Michoacán, así como la sociedad misma, han de tomar en los próximos días con vistas a un futuro que rebasa ampliamente el término de una administración estatal. Se trata del futuro de generaciones de michoacanos y michoacanas, y de hombres y mujeres en general que aspiran a una forma de vida en la cual ellos y ellas consigan ser dueños de sus propios destinos y no simples piezas de una maquinaria de producción económica, maquinaria que de cualquier manera ni siquiera garantiza formas de existencia humana decentes ni suficientes.

            ¿Por qué plantear las cosas en estos términos? El análisis que se propone habrá de mostrarlo.  Las relaciones entre el estado y la universidad pública son complejas y envuelven diversos aspectos. Muchos de ellos, sobra decirlo, tienen que ver con la autonomía que se desea –y que protege la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos- para instituciones en las cuales el libre examen y la discusión de las ideas y de las teorías es el núcleo de la actividad cotidiana. Pero esta autonomía, indispensable para el trabajo académico, para la investigación y para la difusión del conocimiento y la cultura, no es obstáculo para que un estado se haga cargo de sus obligaciones frente a la universidad. Esas obligaciones incluyen, de manera particularmente sensible, el mantenimiento económico de aquel insustituible espacio de la educación y del pensamiento. Un estado fundado sobre los principios de la libertad y de la justicia social debe  ofrecer a la universidad pública las condiciones que le permitan no sólo la mera subsistencia, sino el adecuado desarrollo de sus funciones sustantivas.

            ¿Qué razones tendría un estado para poner en duda esta manera de entender sus relaciones y sus obligaciones con la universidad? Más allá de puntos de vista políticos, los motivos que hoy día ponen en crisis a las universidades públicas en nuestro país en general –y a la Universidad Michoacana en particular- tienen que ver con las condiciones de la dinámica social y económica del mundo entero. Es un lugar común hablar de la llamada “globalización”, pero eso no es excusa para tomar el término a la ligera y evitar la atención a ciertos detalles de primera importancia. Esos detalles, como se espera mostrar aquí, conducen -en el nivel de la vida de la Universidad Michoacana- a explicaciones que exigen una respuesta.

            “Globalización” es, en primer lugar, el nombre aceptado para cierta dinámica económica extendida por el planeta  a partir de los años setenta. Esa dinámica nace en el momento de la crisis del estado de bienestar, modelo adoptado por buena parte de las grandes potencias tras la segunda gran guerra. Cuando dicho estado de bienestar se volvió insuficiente para mantener la estabilidad de las grandes cifras económicas, los gobiernos comenzaron a adoptar estrategias ahora bastante reconocibles: la disminución del gasto público, la celebración de grandes acuerdos comerciales internacionales, la monetarización de la economía planetaria.  Esas estrategias tuvieron como consecuencia la disminución del papel de los estados en la vida económica de los países que las adoptaron en primer lugar: lo que antes  suponía una condición inevitable –la regulación de la economía por parte del estado- ahora era una idea vista con desconfianza. El nuevo modelo económico asumió que el papel del estado era meramente el de un árbitro del juego del dinero –un árbitro bastante débil y provisto de un reglamento incierto, cabe decir.

            Liberada así de los límites impuestos por la acción estatal, la economía de las grandes potencias asumió claramente las características de un sistema dotado con energía propia y básicamente autorregulado –aunque no exento de catástrofes provocadas por él mismo. Este sistema altamente libre de coacción externa –llamado “neoliberal” por sus críticos- adquirió en poco tiempo la potencia de una onda expansiva. Los países menos desarrollados –México también- se vieron forzados a incorporarse a la dinámica iniciada en Londres y en Nueva York. Hasta qué punto esta incorporación fue mero resultado de la naturaleza de las cosas o consecuencia de decisiones políticas que pudieron ser otras, es tema que los historiadores tendrán que aclarar algún día. En su momento, en los tiempos de Miguel de la Madrid y Salinas de Gortari, la entrada al mundo del comercio sin fronteras y de los estados nacionales sin fuerza ante el gran capital fue presentada  bajo el engañoso nombre de “modernización” -y considerada prácticamente inevitable.

            La dinámica económica de la globalización en clave neoliberal provocó importantes transformaciones en otra dinámica: la de las sociedades. Cuentan los sociólogos que al menos desde los tiempos de la Paz de Westfalia –que puso fin a la guerra de los Treinta Años en 1648- las unidades sociales tendieron a organizarse en el seno de la unidad política del estado nacional. La sociedad buscaba –y tal vez encontraba- el instrumento de su gobierno en los límites del estado, y éste procuraba la legitimidad necesaria –al menos en principio- en las aspiraciones de aquélla. Con todos y sus grandes e innegables problemas, el estado nacional era por lo menos un referente para la dinámica social.  Una consecuencia interesante a la luz de los desafíos de hoy día era que la acción política podía entenderse de manera relativamente clara: acción política era lo que tenía que hacerse para orientar en un sentido u otro el rumbo del estado y de la sociedad. Pero esta visión del mundo parece hacerse añicos ante el embate del mercado globalizado.

             Reducida la capacidad de acción del estado a una expresión más bien mínima, la dinámica social parece indefensa ante la dinámica del mercado global. Los estados nacionales fungieron en su momento como una suerte de filtro que separaba la vida social de los movimientos de los mercados, para bien y para mal. Ahora ese papel de “filtro” resulta dudoso, tal vez inexistente. Por tanto, las sociedades deben hacer frente con sus propios recursos –no necesariamente muchos ni muy poderosos- a los desafíos que para la vida de hombres y mujeres plantea una economía implacable.

            Este cuadro, tal vez un poco extenso, puede ser útil para explicar lo que sucede hoy día con nuestra universidad. En el mundo económicamente globalizado de los años 2010, ciertos aspectos de la vida de las sociedades son supervisados –y en varios casos propiamente determinados- por organizaciones creadas en función de la misma economía global de mercados sin fronteras. En el caso de la educación, que es el que interesa aquí, ese papel es desempeñado menos por la UNESCO –como en los viejos tiempos- que por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Este simple detalle debiera ser para todos nosotros un síntoma del “espíritu de los tiempos”. Pero, ¿es ese espíritu algo con lo que debamos conformarnos?

            Antes de abordar esa pregunta, es necesario todavía conducir la exposición hacia la situación actual de la Universidad Michoacana. Durante buena parte del siglo XX el estado mexicano entendió su relación con las universidades públicas a la luz de una idea más o menos clara. En vistas de un proyecto nacional de largo plazo, el estado debía garantizar la sustentabilidad de la universidad pública en tanto espacio privilegiado para la producción del conocimiento y la difusión de la cultura. Esta comprensión general, desde luego, nunca estuvo exenta de problemas propios del autoritarismo político.  Sin embargo, al menos la forma de las leyes permitía contar con un marco en el cual el estado debía entenderse a sí mismo como obligado ante la sociedad al apoyo y mantenimiento de la educación superior.

            En las nuevas condiciones, el estado no necesariamente entiende las cosas de la misma manera. Preso él mismo, al parecer, de la dinámica de la economía mundial, debe responder ante instancias que no son ya el pueblo que eligió a las autoridades. El viejo estado nacional ahora tiende a comportarse como quien debe dar cuenta de cada centavo gastado ante la OCDE, el Fondo Monetario Internacional u otras instancias que le otorgan rostro al sistema de la economía planetaria. Es en esta triste condición que un estado como el mexicano debe decidir qué hacer con el presupuesto de las universidades públicas.

            Y, en la medida en que acepta ser un actor secundario, no es difícil imaginar la decisión: el estado, y el estado mexicano en particular, transige con la dinámica económica y se comporta ante las universidades como un administrador del dinero que, para justificar el gasto, exige a sus empleados –en este caso, las universidades- que se ajusten a las exigencias de producción impuestas por el patrón –que en este caso ni siquiera es alguien, sino “algo”: el mercado. Por primera vez desde la edad media –y en el caso de nuestro país, en toda su historia- las universidades se encuentran obligadas a justificar su propia existencia ante un poder ajeno.

             ¿Qué cabe a una entidad federativa como Michoacán hacer ante todo esto? Las opciones son pocas: o bien el estado –en este caso, el estado libre y soberano de Michoacán de Ocampo- reconoce su deber ante la sociedad y apoya a nuestra máxima casa de estudios en esta hora oscura, o bien acepta convertirse en mero administrador de la quiebra –con innegables responsabilidades ante las generaciones de jóvenes de ahora y de los próximos años. Desde luego, no puede decirse que la responsabilidad completa de la situación actual recaiga sobre el gobierno del estado. Pero sí es necesario afirmar claramente que es deber de un gobierno soberano, miembro de pleno derecho del pacto federal, gestionar con perseverancia y con firmeza ante las autoridades del país los fondos que pudieran hacer falta para mantener con vida y con esperanza a la Universidad Michoacana.

            Nada de esto significa que la Universidad Michoacana no deba hacer su parte del trabajo. Ella debe comprometerse a la reforma interna tanta veces pospuesta, pero una reforma en la cual tomen parte todos los miembros de la comunidad: autoridades, personal administrativo, profesores y profesoras, estudiantes en general y también, desde luego, los miembros de las Casas del Estudiante –institución que, con todo y sus grandes problemas, sigue constituyendo prácticamente la única oportunidad para muchos jóvenes que en este ´país tan injusto y desigual desean estudiar una carrera y ejercer una profesión. Todo esto queda fuera de duda. Pero bajo ninguna circunstancia moral, política o económica debe aceptarse que los problemas internos de la Universidad Michoacana se conviertan en pretextos para su aniquilación.

            El espíritu de los tiempos parece condenar a los  estados -y también al estado de Michoacán y al estado mexicano- a convertirse en simples gestores del sistema económico. Pero el estado tiene en sus manos la decisión de enfrentar con responsabilidad, y también con  creatividad y con inteligencia, los embates de la economía globalizada. El estado, todo estado, tiene mayor fuerza y legitimidad en la medida en que responde a las aspiraciones más profundas de las sociedades que lo sustentan. Y el derecho a una educación superior al alcance de todos, más allá de las diferencias socioeconómicas, es una de esas aspiraciones. El estado no tiene por qué aceptar la idea terrible de que las exigencias de la economía globalizada son tan naturales e inevitables como la ley de la gravedad.  Podrá ahorrarse en otras cosas… ¿por qué tendrá que ahorrarse en la educación superior? ¿Por qué escatimarle el futuro a los seres humanos?