Es
curioso que en algunos medios intelectuales –y universitarios- se repita hoy
día lo que, en el mejor de los casos, es un discurso propio del siglo XIX.
Desde luego, el problema no es que dicho discurso sea ya un tanto viejo sino
que, ahora puede saberse, resulta esencialmente incorrecto. Se trata de la
serie de ideas que pintan a la llamada “edad media” como un tiempo de
oscuridad, dominado por el dogmatismo de la iglesia católica y ajeno por
completo a la valiosa herencia de la antigüedad clásica de Grecia y Roma. Bajo
semejante premisa, el Renacimiento europeo de los siglos XIV, XV y XVI parece
efectivamente lo que la palabra “renacer” implica en primer lugar: algo así
como la vuelta a la vida de lo que estaba básicamente muerto.
Esa
manera de ver las cosas ni siquiera rinde justicia suficiente a la complejidad
del Renacimiento mismo. Fenómeno múltiple que abarca tanto a las artes como a
las ideas acerca del ser humano, su aparición resulta inexplicable cuando se
piensa que antes de Petrarca o de Leonardo ni siquiera había un clavo ardiente
al cual aferrarse en medio de las tinieblas medievales. Pero lo que importa por
ahora es echar un vistazo al carácter distintivo de esa época. Ese carácter,
como se espera mostrar aquí, tiene que ver tanto con la recuperación del saber
clásico como con la conciencia que los renacentistas tienen de su propia era,
distinta a los siglos anteriores pero también respecto a la antigüedad que los
inspiraba. La tesis a exponer no es nueva, pero vale la pena volver sobre ella:
lo que define al renacimiento europeo es una conciencia de la temporalidad
histórica, según la cual la antigüedad es parte de un pasado que vale la pena
traer al presente para renovar la vida cultural, social y política. En
contraste, y aunque parezca extraño, la edad media no entendía muy bien qué tan
antigua resultaba “la antigüedad”. Eso sí: al menos los pensadores medievales
más destacados sabían bien que antes que ellos existieron Platón,
Aristóteles, Cicerón y otros grandes sabios.
Ocurre que esa conciencia medieval del pasado no implicaba la especie de distancia
espiritual que posibilita por una parte la admiración y por otra la aceptación
de modelos considerados “clásicos” justamente en la medida en que su origen
resulta lejano en el tiempo. Dicha
distancia, establecida ella sí por los renacentistas, permitió a los grandes
pensadores saberse diferentes, habitantes de un mundo renovado. Pero, ¿qué era lo que propiciaba dicha
renovación? Es en este punto que el vínculo tradicional entre los términos
“Renacimiento” y “humanismo” cobra todo el sentido que muchas veces se
presiente: la conciencia del “mundo nuevo” que se inspira en la antigüedad
clásica pero que no es idéntico a ella trae consigo una serie de ideas acerca
de la humanidad y su valor. Esa criatura que, según Pico della Mirandola, puede
elegir acercarse más al ángel o a la bestia es vista como alguien que puede
hacerse de su propio mundo en el orden querido por Dios. Es así que la
modernidad “renacentista” surge cuando la antigüedad se convierte en modelo
para la novedad: el ser humano, a diferencia de lo que se creía en los siglos
medievales, ahora “humaniza” la realidad entera al convertirla en algo que será
su espacio propio. Ahora serán las personas quienes conviertan al mundo en su
sueño o su pesadilla.
Varios
“renacimientos”.
Lo
primero será recordar que la antigüedad clásica nunca entró en estado de
letargo completo para los europeos occidentales de la edad media. En más de una
ocasión, unos cuantos volvieron la vista al pasado como fuente para responder a
sus propias inquietudes. El saber de Grecia y Roma se mantuvo, aunque fuese
como un hilo delgado pero continuo, en algún rincón de la conciencia de los
espíritus más agudos.
Esta
condición pudo apreciarse por vez primera en la vida y en la obra de los
mismísimos padres de la Iglesia. Para algunos de ellos –desde el apologeta Justino
Mártir hasta San Clemente de Alejandría- aquel saber era visto como una
herencia directa y perfectamente legítima: “Todo cuanto ha sido bien dicho
hasta hoy nos pertenece”, declaró Justino al referirse a la filosofía de
Platón, Aristóteles, los estoicos y los epicúreos[1].
Para otros, como San Agustín, algo de
entre el pensamiento pagano podría, despojado de sus errores, ser bien visto a
la luz de la revelación divina. Pero en todos los casos ocurrió que la filosofía y el saber en general fueron considerados más como algo
ante lo cual convenía situarse que como desechos a los que había que renunciar
completamente. Incluso Tertuliano, el más apasionado de los primeros defensores
de la nueva fe, combatió la dialéctica de los griegos… dialécticamente.[2]
Caso
distinto fue el del romano Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio (c. 470 – c.
525). Patricio culto y también cristiano sincero, Boecio se dio a la tarea de
preservar, por medio de traducciones y comentarios, la obra de Platón y
Aristóteles justo en el momento en que las disputas entre los nuevos reinos
germánicos agitaban el horizonte de Europa occidental. Pero Boecio no se limitó
a tal tarea: escribió también sobre educación e incluso se le debe un tratado De música, lo cual indica la universalidad
de los intereses de quien fue visto por sus contemporáneos como “el último de
los romanos”. Un afán enciclopédico aún más notorio fue el de Casiodoro (c. 490
– 580) y el de San Isidoro de Sevilla (560 – 636), autor este último de unas Etimologías que fueron utilizadas a lo
largo de toda la edad media como referencia casi indispensable[3].
Consolidado
el poder del reino franco entre los otros estados germánicos, el llamado
“renacimiento carolingio” de los siglos VIII, IX y X intentó recuperar la grandeza
del imperio romano, incluyendo entre sus protagonistas a sabios como el
historiador Alcuino y el teólogo y filósofo Juan Escoto Erígena[4]. Los últimos vestigios de aquel periodo de esplendor cultural se tocaron en el
tiempo con los primeros anuncios de la recuperación de la obra de Aristóteles
por los traductores musulmanes de Bagdad y de Córdoba. La escolástica plena de
los siglos XII y XIII, la época de Abelardo y Santo Tomás de Aquino, se
reconocía en la tradición aristotélica preservada arduamente por Boecio y
renovada por traductores como Guillermo de Moerbeke.[5]
Así,
puede apreciarse cómo prácticamente a lo largo de toda la edad media existió
siempre al menos un pequeño grupo de sabios que echaba mano de lo que los
antiguos habían escrito y dicho. Si se entendiese la palabra “Renacimiento” tan
solo como “recuperación de la antigüedad”, habría que aclarar que esa
antigüedad nunca se perdió del todo. Incluso en los momentos más sombríos, marcados por las crisis económicas y sociales y por la inestabilidad política
permanente, en los rincones de las abadías o en alguna casa de las lánguidas
ciudades alguien leía a la luz de las velas lo poco que quedaba de Platón o la
algo mejor conservada obra de Cicerón o de algún otro autor latino. Desde luego,
esto no implica reducir en nada la importancia histórica de la oleada de
traducciones judías y árabes de los siglos XI y XII, traducciones que a través
de España y del sur de Italia llegaban a las manos de los clérigos europeos más
brillantes. Y tampoco debe perderse de vista el intercambio cultural, tal vez
no demasiado fuerte pero siempre presente, con el imperio bizantino –donde la
filosofía nunca dejó de practicarse. De hecho, los momentos de “resurgimiento”
del saber griego y romano se siguieron el uno a otro casi de siglo a siglo. En
vista de tal situación conviene plantear en otros términos la peculiaridad del
Renacimiento de Petrarca, de Lorenzo Valla o de Pico –por hablar tan solo de
algunos de los grandes autores italianos. ¿Qué términos pueden ser esos?
Cerca
y lejos en el tiempo.
Una
respuesta sugerente la ofrece Eusebi Colomer: “Si lo propio del Renacimiento
hubiera sido únicamente la vuelta a la antigüedad, entonces la entera Edad
Media se convertiría en una serie de sucesivos renacimientos. El Humanismo
renacentista no se define sólo por el amor y el estudio de la sabiduría
clásica, sino por su voluntad de restaurarla en su forma auténtica, de
entenderla en su realidad histórica”[6].
¿En qué consistió esa voluntad, que de acuerdo con Colomer convirtió a los
nuevos humanistas en renacentistas?
El
mismo autor recuerda el fenómeno curioso al cual se aludía antes. Los grandes
pensadores medievales tendían a situarse frente a los antiguos como quien se
encuentra ante un interlocutor en perfecta igualdad de condiciones. Eso quiere
decir que, desde Justino Mártir –todavía un filósofo griego en lo esencial-
hasta Santo Tomás y sus sucesores, los sabios cristianos de Occidente entendían
las obras de las que extraían ideas y a las cuales valoraban y criticaban a la
luz de la fe como si hubiesen sido escritas por alguien como ellos, alguien que
viviera en su propia época a pesar de los siglos. Así, la discusión que podría
entablarse con Platón, Aristóteles y los demás sólo cobraba sentido en la
medida en que los antiguos fuesen vistos como contemporáneos un tanto extraviados
por el paganismo. Esta situación es la que cambia en el Renacimiento, y la
genuina novedad radicará en el trabajo de los humanistas, primero en Italia
y después en otros lugares de Europa.
El
término “humanismo” apareció, muchas veces vinculado con el
Renacimiento, recién en el siglo XIX[7].
Pero ya en el siglo XIV comenzó a hablarse, eso sí, de “humanistas”,
especialistas en las humanitates,
algo que hoy día tal vez llamaríamos “estudios literarios” o, sencillamente,
“artes”. Los primeros studia humanitatis
tenían que ver con el clásico trívium
de los medievales: la gramática, la retórica y la dialéctica. Pero poco después
se añadió a ellos una curiosidad más amplia en torno a las litterae humanae, las “letras humanas” o literatura propiamente
dicha. Esa curiosidad fue el punto de partida a la renovación de la actitud
frente al saber de Roma y de Grecia; en ese último caso, la afluencia de
estudiosos bizantinos a Italia en los siglos XIV y XV jugó un papel decisivo[8].
La
nueva actitud ante las litterae humanae
es ejemplificada de manera especial por Francesco Petrarca (1304 – 1374). El
gran poeta fue también un gran coleccionista de manuscritos, a la caza de los
cuales dedicó buena parte de su tiempo. Ese acercamiento directo a las grandes
obras de Cicerón y otros autores romanos suscitó en Petrarca una curiosa pero
decisiva actitud: la antigüedad aparecía ahora en todo su esplendor, pero a la
vez tan lejana en el tiempo que la comparación con la época misma del poeta era
inevitable. Paul Oskar Kristeller evoca cómo “La lectura de los antiguos
escritores latinos y la contemplación de los antiguos monumentos de Roma
produjeron en Petrarca, como en muchos otros humanistas italianos, una fuerte
nostalgia de la grandeza política de la República y el Imperio Romanos”[9].
Esa nostalgia fue de tal magnitud que empujó a Petrarca a apoyar con entusiasmo
a Cola di Rienzo, el peculiar político romano que intentó restaurar las formas
de la vieja república a mediados del siglo XIV; en medio de la euforia
“romanista”, Petrarca mismo fue coronado con laureles en las ruinas del
Capitolio.[10]
Lo
que importa en la anécdota es que Petrarca y sus sucesores vieron por primera
vez al pasado romano –y más tarde se vería al griego- simultáneamente como
un modelo de conducta y de orden político y social y como algo
irremediablemente perdido, oscurecido por la sombra de la media tempestas, el “tiempo medio” o “edad media”. La contracara de
esta perspectiva sobre la antigüedad es el desprecio a la escolástica y a la
distorsión del saber clásico de la cual, en la mente de Petrarca, aquélla era
culpable[11].
Así, a partir de Petrarca el tiempo histórico se convierte en el telón de fondo
para la comprensión que los “renacentistas” tenían de ellos mismos: hombres
preocupados por traer al presente lo que, ahora lo sabían bien, yacía entre las
ruinas de un pasado perdido pero también deseado, aunque desfigurado por sus predecesores más inmediatos.
La
herencia de Petrarca es recogida más tarde por Lorenzo Valla (1407 – 1457) y
por Maquiavelo (1469 – 1527), quienes se referirán a su época como un risuscitare del pasado romano. Y, en
fin, el término “renacimiento” parece deberse a Giorgio Vasari (1511 – 1574),
quien en sus Vidas de los más excelentes
pintores, escultores y arquitectos llama rinascità al tiempo en que Leonardo, Miguel Ángel y demás realizan
sus grandes obras[12].
Lo que esos autores tienen en común, entonces, es una peculiar conciencia del
tiempo: según ella, el modelo para la vida presente –en la política y en la
moral tanto como en el arte- debía buscarse en Roma y en Grecia mucho más que
en los oscuros siglos intermedios, en los cuales dicha herencia no se habría
perdido sino distorsionado. Así, la pregunta acerca de lo que
“renace” en el Renacimiento pasa por la manera en que los humanistas como
Petrarca y los demás adquieren una cierta idea respecto al
tiempo y su transcurrir. Sólo con esta referencia a la temporalidad cobra
sentido la imagen del pasado como algo “clásico” y de valor universal, al cual conviene volver renovándolo después del paréntesis medieval. En
comparación, los “renacimientos” de los siglos VI, VIII o XIII resultan menos
merecedores de ese nombre –al menos en el sentido que le dio Vasari. Y es que
para Boecio, para Erígena o para Santo Tomás el pasado no era precisamente un
modelo y ni siquiera era concebido exactamente como “pasado”.
Pero
entonces la búsqueda del pasado clásico implicaba necesariamente una restauración. Los hombres de la media tempestas habían dañado gravemente
la herencia que nunca se perdió pero definitivamente se mutiló. Los studia humanitatis se convirtieron, así,
en el caldo de cultivo del Renacimiento precisamente en la medida en que ellos
contribuían a presentar los grandes textos de los sabios del pasado bajo una
luz más fiel. Y claro que, por otra parte, esa restauración del pasado no
tendría sentido si no se aceptara que el tiempo clásico había terminado ya: lo
que se exigían los sabios letrados del Renacimiento era traer al presente lo
que pertenecía al pasado, pero sin perder de vista la distancia entre los dos
momentos.
La
modernidad de los siglos XIV, XV y XVI tal vez se distinga entonces de otras
maneras de llamarse “moderno” –como ya hacían los cristianos de los siglos IV y
V respecto a los “antiguos” romanos y griegos. Sólo en la conciencia de los
renacentistas de la época de Petrarca en adelante se entiende que la antigüedad
perdida debe ser recuperada –y siempre renovada- en la medida en que los
modelos universales acerca de lo que es y lo que debe ser la humanidad se
encuentran en las grandes obras de Cicerón, de Platón o de Aristóteles. En
comparación, otras “modernidades” tan solo se limitaron a distinguir lo a modo de lo pasado o pretérito. Son los
renacentistas quienes aprenden –y enseñan- a volver hacia el pasado con la mira
puesta en el futuro: la humanidad y el mundo se renovaría sobre la base de los studia humanitatis.
Pero,
¿en qué medida nos identificamos nosotros aún con esa modernidad? Una respuesta
basada en una cronología demasiado simple no resulta suficiente. A partir del
siglo XVII, entre revoluciones científicas y novedades filosóficas, tal vez se
conserve el optimismo respecto a la idea de que el ser humano es el dueño de su
propia vida y el amo del mundo. Pero ya no resulta tan claro que ese optimismo
sea de la misma clase que el de los renacentistas: Descartes, Francis Bacon y otros pensadores definirán su
propia actitud tal vez mucho más por la ruptura respecto a todos los pasados
–incluyendo la antigüedad clásica- que por la recuperación y renovación del
viejo saber. ¿Qué otras “modernidades” cabría identificar en los siglos
subsiguientes?[13]
[1]
Citado por Basile Tatakis en “La filosofía griega patrística y bizantina”, en
Brice Parain (coord..), Historia de la
filosofía III. Del mundo romano al Islam medieval, ed. Siglo XXI, México,
2003, p. 142.
[2]
Cfr. lo que señala al respecto Garrido Zaragozá en El pensamiento de los padres de la Iglesia, ed. Akal, (…)
[3]
Cfr. Jean Jolivet, Historia de la
filosofía IV. La filosofía medieval en Occidente, ed. Siglo XXI, México,
2003, pp. 34 ss.
[4] Cfr. Jolivet, op.cit., pp. 45 ss.
[5]
Cfr. Henry Corbin, Osman Yahia y Sayyed Hossein Nast, “La filosofía islámica
desde sus orígenes hasta la muerte de Averroes”, en Parain, op. cit., pp. 310
ss. Cfr. también Frederick Copleston, Historia
de la filosofía II. De San Agustín a Escoto, ed. Ariel, México, 1990, pp.
208 ss.
[6]
Eusebi Colomer, Movimientos de
renovación. Humanismo y Renacimiento, ed. Akal, Madrid, 1997, p. 10.
[7]
Cfr. al respecto las observaciones de Paul Oskar Kristeller en Ocho filósofos del Renacimiento italiano,
ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 12 -15. Kristeller recuerda
cómo, a partir de la publicación de La
cultura del Renacimiento en Italia, de Jacob Burkhardt (ed. castellana en
Orbis, Barcelona, 1985, 2 vols.) los estudios históricos acerca del periodo
experimentaron un auge que poco a poco fue transitando de la historia política
y cultural a la del pensamiento filosófico. Pero aunque Burkhardt utiliza ya el
término “humanismo”, ese uso es plenamente contemporáneo al gran historiador
suizo: los renacentistas siempre hablaron de humanitates y humanitas,
haciendo referencia a los estudios sobre la literatura antigua.
[8]
Cfr. al respecto a Maurice de Gandillac, Historia
de la filosofía V. La filosofía en el Renacimiento, ed. Siglo XXI, México,
2003, pp. 45 ss. El caso de Gemistos Plethon (1360 – 1452) es tal vez el más
representativo. Miembro de una embajada bizantina ante la corte de Cosimo de
Medici, Plehton habría obsequiado al gran magnate florentino con una colección
de manuscritos griegos que incluían el corpus
platonicum íntegro. Ese corpus, más tarde, sería la base para
las traducciones latinas de Marsilio Ficino.
[9]
Kristeller, op. cit., p. 19.
[10]
Cfr. Kristeller, ídem.
[11] Cfr. Kristeller, op. cit., pp. 18 –
19.
[12]
Cfr. Colomer, op. cit., p. 5.
[13]
Cfr. al respecto la manera en que Jürgen Habermas entiende la aparición de
diferentes modernidades a lo largo del tiempo, al menos en el ámbito de la
civilización occidental: “Algunos escritores restringen este concepto de ‘modernidad’
al Renacimiento, pero esto es históricamente demasiado estrecho. La gente se
consideraba moderna durante el periodo de Carlomagno, en el siglo XII, así como
en la Francia del finales del siglo XVII, en la época de la famosa ‘Querelle
des Anciens et des Modernes’. Es decir, el término ‘moderno’ aparecía y
reaparecía exactamente en aquellos periodos en Europa en los que se formaba la
conciencia de una nueva época por medio de una relación renovada con los
antiguos, así como siempre que se consideraba a la Antigüedad como un modelo a
recuperar a través de alguna forma de imitación”. (Habermas, “Modernidad versus Postmodernidad”, en Picó, Josep
–comp.-, Modernidad y postmodernidad,
ed. Alianza, Madrid, 1988, p. 88). Por
una parte, Habermas cuestiona el uso del término “modernidad” que lo restringe
a lo que ocurre del Renacimiento en adelante; por la otra, recuerda que otras
modernidades también se definieron de alguna manera frente al pasado –al que
siempre se le veía como un modelo a imitar. Esta última idea tal vez deba
cuestionarse, pues no resulta del todo claro –por ejemplo- que Tomás de Aquino
y los demás escolásticos se propusieran “imitar” a Aristóteles, sino debatir
con él. El caso del “renacimiento carolingio” parece algo más complejo: ¿qué tanto
los monarcas francos y sus doctos consejeros sabían que estaban “recuperando” a la antigüedad, mientras imitaban más o menos claramente la idea de
un imperio universal al estilo romano? En todo caso, el análisis de Habermas es
sugerente: la palabra “modernidad” tiene un significado mucho más escurridizo
del que en ocasiones se le asigna. Y, sin duda, Habermas resulta esclarecedor
unas pocas líneas más adelante: sólo la modernidad posterior al Renacimiento se
define como ruptura frente al pasado –aunque nuestro autor sitúa esa ruptura
hasta la época de la Ilustración: “(...) Específicamente, la idea de ser
‘moderno’ por volver la vista a los antiguos cambió con la fe, inspirada por la
ciencia moderna, en el progreso infinito del conocimiento y en el avance
infinito hacia mejoras sociales y morales”.