En
el caso de México, la educación conducida por el estado independiente surge en
la intersección de tres familias de ideas: la necesidad de modernizar al país,
experimentada sobre todo por las elites criollas que se hacen cargo del destino
de la nueva nación; el impulso ilustrado, que busca al menos ofrecer una
alternativa a la instrucción de cuño religioso dominante durante la colonia;
finalmente, y de manera un tanto paradójica, la concepción liberal de la vida
política misma, que en un primer momento es entendida en el sentido más o menos
clásico de una intervención reducida del propio estado en la vida de los habitantes.
El resultado será ocasión de importantes conflictos sociales y culturales:
“modernizar” e “ilustrar” son proyectos que, en las condiciones de la recién
emancipada Nueva España, parecen exigir precisamente esa acción estatal fuerte
que el liberalismo heredado de Europa a través de la constitución de Cádiz más
bien tiende a regatear.
Pero
desde el punto de vista de los procesos de subjetivación, es interesante
atender a los rasgos de los planes educativos del temprano siglo XIX en vistas
del tipo de “mexicano” al cual parecen invocar: un ciudadano para un estado que a duras penas lo es. El país imaginado
por el primer liberalismo sencillamente no existe: es preciso construirlo sobre
la marcha. Esa construcción, como mostrarán los acontecimientos posteriores, no
sería sencilla; para alcanzar la mera unidad política –un requisito mínimo pero
difícil- se requerirá la presencia de gobiernos fuertemente centralizados, como
los de Juárez y Díaz. Sin embargo,
durante las primeras décadas de vida independiente se conjugarán la
inexistencia de un poder central realmente sólido con las tendencias
disgregadoras de una sociedad que sólo el despotismo de la colonia conseguía
mantener unida.
En ese contexto,
el primer gobierno de Valentín Gómez Farías es paradigmático: los liberales
intentan conducir la educación para el país que imaginan, sin contar con
las condiciones en que dicha educación podría sobrevivir a los caprichos de la
política del momento. Y sin embargo, las tendencias centrífugas
de entonces permitirán que los gérmenes “modernizadores” e “ilustrados” de los
proyectos de Gómez Farías perduren y reaparezcan en un ambiente que les será
más favorable. Y entonces la paradoja saltará de nuevo a la vista: lo que
permitirá que esos gérmenes prosperen será la renuncia al ideal de un sociedad
de ciudadanos liberales a cambio de un estado fuertemente involucrado en la
construcción de una subjetividad mexicana moderna. ¿Modernidad sin libertad?
Acaso ésa sea la fórmula que exprese lo que ocurrirá con el
positivismo y después con el estado posrevolucionario.
La
“primera Reforma” y su ambiente.
La estructura misma
de la sociedad hasta poco antes colonial favorecía la presencia de poderes locales
bastante autónomos respecto al gobierno central. Así, al
menos durante la década de 1820 se impuso una suerte de federalismo de facto, que desbordaba por sí mismo las
intenciones de la constitución de 1824. Algunos de esos poderes locales
adquirieron la forma de cacicazgos relativamente tradicionales
–como el de Juan Álvarez en Guerrero. Otros dieron pie a
expresiones “constitucionales” en gobiernos que gozaban de una importante
capacidad de acción propia. Ése fue el caso de Jalisco en los tiempos de
Prisciliano Sánchez, así como el de Zacatecas bajo Francisco
García Salinas[1].
El
doctor Valentín Gómez Farías (1781 – 1858) inició su camino en la política
colaborando tanto con Sánchez como con García Salinas. Es probable que fuese la
experiencia junto a los gobernadores de Jalisco y de Zacatecas lo que inspirara
a Gómez Farías para los planes que adoptó una vez en la presidencia en
lo que refiere a la educación. En todo caso, en 1833 nuestro personaje
encuentra el momento de dar a algunos de aquellos planes una cierta proyección
nacional, al menos formalmente: el presidente Antonio López de Santa Anna, alegando
motivos de salud, se retira a sus haciendas veracruzanas; Gómez Farías,
vicepresidente, queda a cargo del poder ejecutivo. Será durante los meses que
ocupe la máxima responsabilidad que se llevará a cabo lo que los historiadores
a veces llaman “la primera reforma”, aludiendo a la que tendría lugar –y éxito-
en los tiempos de Juárez y su generación.
¿Qué
tipo de país debe gobernar Gómez Farías? En tan solo doce años de vida
independiente, el país ha conocido ya tres pronunciamientos militares en contra
de otros tantos presidentes. Los estados de Sonora y Yucatán viven ya en la
zozobra de la rebelión indígena. Y, en el caso del segundo, la opción
secesionista es considerada seriamente casi desde el momento de la firma de la
constitución de 1824[2].
En sentido estricto, tiene que decirse que el poder del vicepresidente alcanza
más bien a la capital; sin embargo, incluso ahí tiene que contemporizar con el
Ayuntamiento e incluso con el Cabildo eclesiástico[3].
Pero al menos cuenta con un aliado importante en la persona del síndico Agustín
Buenrostro, así como con la amistad y el consejo de José María Luis Mora,
intelectual considerado como padre del liberalismo mexicano. Esos aliados, así
como otros personajes de pensamiento afín, serán quienes apoyen la reforma
educativa que Gómez Farías emprenderá al poco tiempo[4].
Debe
añadirse a este cuadro no demasiado alentador que la ciudad de México cuenta
por entonces con cerca de doscientos mil habitantes, que en grupos desiguales
pertenecían a todos los estratos de la vieja sociedad novohispana. La mayor
parte de las escuelas existentes eran de tipo “particular”, esto es, escuelas
regentadas por profesores del gremio que impartían clases en locales de su
propiedad. Había también varias “amigas” para la instrucción de las niñas, y
existía algún establecimiento sostenido directamente por los indios de los
pueblos vecinos. Por otra parte, las disposiciones de 1786 habían
propiciado la apertura de unas cuantas escuelas gratuitas en los conventos. Lo
que puede notarse a primera vista es el escaso papel que el gobierno de la
ciudad desempeñaba en el ámbito de la educación. Fue el ya mencionado Agustín
Buenrostro quien intentó implementar algunos planes al respecto bajo el
gobierno de Anastasio Bustamante y también en tiempos del interino Manuel Gómez
Pedraza. Pero los planes de Buenrostro debieron esperar a que Gómez Farías
–conocedor de tentativas similares en Jalisco y Zacatecas, como se ha dicho ya-
les prestara el oído adecuado.
Las
leyes y las obras.
En
junio de 1833, el Congreso había concedido poderes extraordinarios al
vicepresidente. Esos “poderes”, en realidad, podían ejercerse en el Distrito
Federal y en los territorios nacionales dependientes del ejecutivo; los estados
de la inestable federación prácticamente podían tomar las decisiones presidenciales como meras recomendaciones. A pesar de ello, lo que ocurriera en
la capital de la república tendría inevitables consecuencias en otros lugares,
dada la relación entre las antiguas provincias coloniales y la sede del
virreinato. Gómez Farías emprendió en estas condiciones las reformas educativas
que aquí interesan.
El
19 de octubre Gómez Farías creó por decreto la Dirección General de Instrucción
Pública, organismo encargado de regular la educación en todos los niveles
existentes por entonces. El mismo día se ordenó la desaparición de la
Universidad Real y Pontificia, venerable institución sustituida por seis
establecimientos de “estudios mayores” -según otro decreto del 23 de octubre.
El 26 del mismo mes, finalmente, Gómez Farías ordenaba en un tercer decreto la
creación de escuelas primarias en los seis establecimientos de estudios
mayores, así como en todas las parroquias (consideradas como divisiones
geográficas) y en todos los pueblos del Distrito Federal; en el mismo documento
retomaba las disposiciones de 1786 en lo que concierne a que conventos y
parroquias abriesen escuelas públicas en sus edificios[5].
¿Serían
estas reformas suficientemente radicales como para suscitar una suerte de
“reacción conservadora” que explicara, al menos en parte, el clamor contra
Gómez Farías que culminó en el retorno de Santa Anna a la presidencia? El detalle
de los tres decretos de octubre de 1833 muestra que no corrían aún los tiempos
del radicalismo liberal, si es que alguna vez lo hubo; en todo caso, los
decretos resultaban “liberales” en otro sentido.
Los objetivos
principales de Gómez Farías, Buenrostro y la Dirección General de Instrucción
Pública tenían que ver mucho más con la difusión de la enseñanza que con los
contenidos específicos de la misma. En palabras de José María Luis Mora, uno de
los protagonistas de aquel momento:
Verdad es que
una multitud de escuelas enseñarían mal a leer y escribir, pero enseñarían, y
para la multitud siempre es un bien aprender algo, ya que no lo puede todo. Que
los hombres puedan explicar, aunque sea defectuosamente, sus conceptos por
escrito, y que puedan de la misma manera encargarse de los de otros expresados
por los caracteres de un libro o manuscrito es ya un progreso, si se parte,
como se partía en México, de la incapacidad de hacerlo que tenía la multitud en
un estado anterior; esto y no otra cosa era lo que se buscaba por la libertad
de enseñanza, y esto se ha obtenido y se obtiene todavía por ella misma[6].
Así,
lo que puede colegirse de los planes de Gómez Farías y su equipo es que el
estado entraría a coadyuvar, junto al número relativamente alto de profesores
particulares, en la labor de instruir a un pueblo mayoritariamente analfabeta.
La “primera reforma” ostentaría este sentido ante todo social –es decir,
igualitario. El tema de los contenidos de la educación definitivamente no ocupa el primer plano. La Dirección
General tendría jurisdicción plena en las escuelas abiertas por el gobierno,
así como en las que los conventos y parroquias establecieran en sus propias
instalaciones. Pero, siguiendo un instinto liberal de tipo lockeano, dicha
Dirección se limitaría a tomar nota de los profesores particulares y de las
“amigas” que funcionasen por su cuenta, sin someterlos a la supervisión del
inspector general –que, por cierto, era el propio Agustín Buenrostro. De hecho,
más allá de las disposiciones de 1786, los decretos abolían los requisitos de
“cristiandad vieja” y de “pureza de sangre” –resabios arcaicos- y,
especialmente, el de un examen de idoneidad[7].
El talante liberal de Gómez Farías se vislumbra en esta concepción del trabajo
educativo del estado: este último, más que un regulador de aquella actividad,
es un colaborador más junto a los profesores particulares.
Pero
el hecho de que los contenidos de la educación no fueran el tema central de los
decretos de 1833 no quiere decir que esos decretos no influyeran en el rumbo de
aquellos contenidos en las épocas posteriores. A este punto habrá que dedicar
el siguiente apartado. Pero por ahora debe añadirse que, dada la precariedad
del gobierno de Gómez Farías, a duras penas se consiguió abrir siete escuelas
nuevas para niñas y niños y que la Dirección General se hiciese cargo de cuatro
escuelas ya existentes. Eso sí: durante los meses en que el vicepresidente tuvo
el control, los 8 000 pesos de entonces destinados como presupuesto para la
educación se gastaron escrupulosamente en el rubro[8].
Modernizar
una sociedad en clave liberal.
Lo
menos notable en los decretos de 1833 se convirtió, a la larga, en el sustento
de la herencia del liberalismo. Es decir, los contenidos que bien
podrían ser pasados por alto por los profesores particulares y las “amigas”
terminaron por incidir en el curso de los acontecimientos posteriores mucho más
que la intención igualitaria de lo que hoy se llamaría, pomposamente, “cobertura
universal”. Como se insinuó al principio, esto significa que la tensión entre
liberalismo y modernización –y la ilustración a ella asociada- se resolvió más
bien por el lado del segundo de dichos factores.
En
primer lugar, la Dirección General de Instrucción Pública debía, en el limitado
ámbito de su acción, fomentar el uso de los “modernos” métodos de la Compañía
Lancasteriana. El sistema de educación mutua, en el cual los alumnos monitores
se hacían cargo del trato directo con los estudiantes menos avanzados,
permitiría en el proyecto de Gómez Farías, Buenrostro, Mora y los demás hacer
llegar la educación elemental a grupos mayores de la población. A la larga, tal
objetivo no sería alcanzado: el vicepresidente tan sólo consiguió inaugurar un
centro lancasteriano para niñas[9].
Pero lo que perduró en el ambiente cultural fue la idea de que los métodos
modernos debían sustituir a la anticuada enseñanza de las escuelas
particulares, las cuales, además, ya desde entonces estaban invitadas –no
podían ser obligadas- a usar la cartilla de Lancaster como texto básico. Si
bien los establecimientos lancasterianos nunca lograron las metas propuestas
por sus fundadores, por lo menos incidieron en la formación de una cierta idea
“moderna”: lo nuevo es mejor que lo viejo y conviene que se le adopte.
Vale
la pena mencionar aquí un aspecto de la “primera reforma” que delata una visión
de largo plazo. La Compañía Lancasteriana proponía escuelas normales que
produjeran los maestros y maestras necesarios para atender la enseñanza de las
“primeras letras”. Gómez Farías y los suyos proyectaban la fundación de dos
escuelas de este tipo; eso indica que, para el futuro, se esperaba contar con
un cuerpo de docentes profesionales embebidos del sistema de Lancaster. Así, se
pasaría por fin del gremialismo colonial a la asociación mucho más orgánica
entre el estado y los educadores a los que aquél encomendaría la delicada tarea
de instruir a la infancia. Como podrá imaginarse, esto es un requisito
indispensable para la conformación de un estado que efectivamente se encuentre
en condiciones de hacerse cargo de la educación. Pero habría que esperar casi
un siglo para que esa asociación se consumara: Santa Anna regresó antes de que
las dos escuelas pudiesen abrir sus puertas[10].
Pero,
por lo demás, los decretos del vicepresidente tendían a mantener el statu quo en lo que respecta a las escuelas primarias; de hecho, debe
mencionarse que tales decretos contemplaban que el catecismo eclesiástico
–junto con el llamado “catecismo político”- formaran parte de lo que cualquier
profesor debía impartir en el aula[11].
Fue más bien en los terrenos de la enseñanza secundaria y superior que las
nuevas disposiciones incidieron notoriamente en los contenidos programáticos.
Sin embargo, incluso en este ámbito debe decirse que lo que Gómez Farías
provocó no fue tanto un cambio de programa sino la consolidación de tendencias
que provenían de la última época de la colonia.
Esas
tendencias modernizadoras consistían, sobre todo, en el privilegio de la
enseñanza científica -y técnica- sobre los esquemas del trívium y el quadrivium
que aún dominaban en el ámbito de las universidades. La nación imaginada por
Gómez Farías y sus socios debía conformarse, seguramente, por menos expertos en
latín y por más profesionistas embebidos en el saber técnico propiciado por la
revolución científica. Al menos en esto los primeros liberales no
se distinguían demasiado del gabinete de ministros de Carlos III. Y,
curiosamente, sus intenciones tampoco eran tan diferentes de las
tentativas por “modernizar” la enseñanza en los colegios secundarios llevadas a
cabo por Clavijero y sus compañeros jesuitas antes de la expulsión.
En
la década de 1830 subsistían los viejos colegios coloniales, con su programa de
dos años de gramática latina y tres de filosofía; era durante estos últimos
que, en algún caso, se impartían algunas teorías científicas como las que
habían enseñado ya Gamarra o Clavijero. La novedad, en todo caso, era la
presencia de los “Institutos Literarios”, que se ofrecían como alternativa a
los viejos colegios y que privilegiaban la enseñanza de materias científicas y
de asignaturas prácticas –dibujo, idiomas modernos como el francés y el inglés[12].
El ambiente de 1833 y 1834 resultó favorable para aquellos Institutos. Ya en
1826, el gobernador Sánchez había extinguido la Universidad de Guadalajara y
establecido, en su lugar, un Instituto de Ciencias. Probablemente el ejemplo de
Sánchez llevó a Gómez Farías a clausurar a su vez a la Real y Pontificia
Universidad y fomentar la enseñanza superior de corte técnico y científico por
medio de los seis establecimientos antes aludidos: cada uno era, por supuesto,
un “Instituto” o un “Colegio”, y al menos uno de ellos –el de Minería-
conservaba su inspiración borbónica[13].
Así,
las tendencias en los contenidos de la educación media superior y superior
sencillamente continuaron su camino –hacia la modernización técnica y
científica- en un ambiente que resultaba más favorable. No sería
descabellado afirmar que este rubro era menos importante para el
gobierno de Gómez Farías que la educación primaria, cuya máxima difusión era
considerada –ella sí- una meta primordial del estado mexicano. No
resulta del todo preciso, entonces, concebir una cierta “modernización ilustrada” de la
educación como obra de Gómez Farías: la modernización despótica de los borbones
se continuó en la atmósfera liberal propiciada por el vicepresidente y sus
colaboradores. Y es que la “libertad de enseñanza” que garantizaba el trabajo sin supervisión de los profesores particulares de primeras
letras tuvo un colofón no necesariamente planeado: la difusión de las
ideas de la ciencia moderna –también en lo que concierne a las teorías del
gobierno y a la economía política- entre sectores algo más amplios[14].
La misma libertad que permitía a cualquiera atender su escuela primaria
facilitaba que el conocimiento “moderno” permeara a las nacientes clases
medias.
Pero
junto con la ciencia nueva –que incluía ya entonces a las que luego serían
llamadas “ciencias sociales”- aquella burguesía se acercaba a una nueva
concepción del saber: éste no era visto ya como el conocimiento de la lengua
latina y de la filosofía escolástica, sino como el dominio de la técnica
destinada en última instancia a someter al mundo y a fomentar el desarrollo
económico mediante la libre empresa. Cuando se acusa al positivismo de la época
de Porfirio Díaz de combatir a las humanidades en favor de una suerte de
ciencia instrumental, se pierde de vista no sólo que el positivismo mexicano
estuvo lejos de ostentar un rostro tan terrible, sino que la tendencia
“instrumentalista” proviene, de hecho, de una etapa anterior.
En
sentido estricto, lo que Gómez Farías buscaba era una transformación política y
social antes que una transformación cultural: el surgimiento de una ciudadanía
capaz de intervenir en los asuntos públicos en términos del liberalismo
republicano más o menos clásico. Esta intención puede adivinarse en cierto
pasaje del discurso del vicepresidente ante el Congreso en abril de 1833:
La enseñanza
primaria, que es la principal de todas, está desatendida, y se le debe
dispensar toda protección, si se quiere que en la república haya buenos padres,
buenos hijos, buenos ciudadanos, que conozcan y cumplan sus deberes.[15]
Pero
este liberalismo incipiente no dio pie a la república virtuosa, sino a la
continuidad del proceso de modernización y de ilustración iniciado en el siglo
XVIII. Más allá del drama de Gómez Farías –destituido en 1834 por Santa Anna-
la historia de la educación en México se encontraría en el camino con el tipo
de régimen político capaz de crear a la clase de sujetos necesarios para hablar
de la nación soñada como moderna. Sin embargo, la creación de esos sujetos
requeriría la renuncia al sueño republicano, liberal y democrático de 1833. Una
paradoja permitirá la continuidad del proyecto modernizador: el federalismo de facto, que sobrevivió incluso a las
aspiraciones tiránicas de Santa Anna, dio pie a que Benito Juárez y otros
gobernadores recogieran las ideas de los decretos de Gómez Farías y las
aplicaran en sus estados durante algún tiempo[16].
El resultado no fue la gestación de una ciudadanía liberal, sino una
modernización ilustrada impuesta desde el poder central.
[1]
Cfr. al respecto a Dorothy Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo en el
programa de educación primaria de Valentín Gómez Farías”, archivo electrónico http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/2NUUKT5FNXYX21IRVBEBUI222DGJ99.pdf, consultado el 13 de octubre de 2012, pp. 474 ss. Para una idea de la importancia
de los poderes regionales en la época, cfr. Enrique Florescano, Etnia, estado y nación, ed. Taurus,
México, 2001, pp. 290 ss.
[2]
Cfr. Florescano, ídem.
[3]
Cfr. Dorothy Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, en AA.VV. Historia de México, vol. 9, ed. Salvat,
México, 1978, pp. 1994 ss.
[4]
Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, pp. 481 ss.
[5]
Cfr. Tanck de Estrada, op. cit., pp. 487 ss.
[6]
Mora, Obras sueltas, ed. Porrúa,
México, 1963, citado por Tanck de Estrada en “La educación en la nueva nación”,
p. 1997.
[7]
Las disposiciones de 1786 pueden consultarse en la antología a cargo de Dorothy
Tanck de Estrada, La ilustración y la
educación en la Nueva España, ed. SEP – El Caballito, México, 1985, pp. 109
ss.
[8]
Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”.
[9]
Cfr. Ibid, pp. 487 ss.
[10]
Cfr. Ibid, pp. 498 ss.
[11]
Cfr. Ibid., p. 492.
[12]
Cfr. Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, pp. 1990 ss.
[13]
Cfr. Ibid., pp. 1998 ss.
[14]
Cfr. Idem.
[15]
Citado en Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, p. 502.
[16]
Cfr. al respecto Raúl Mejía Zúñiga, Raíces
educativas de la Reforma, ed. SEP, México, 1963, pp. 81 ss.