domingo, 14 de octubre de 2012

Liberalismo y modernización: la reforma educativa de Gómez Farías



            En el caso de México, la educación conducida por el estado independiente surge en la intersección de tres familias de ideas: la necesidad de modernizar al país, experimentada sobre todo por las elites criollas que se hacen cargo del destino de la nueva nación; el impulso ilustrado, que busca al menos ofrecer una alternativa a la instrucción de cuño religioso dominante durante la colonia; finalmente, y de manera un tanto paradójica, la concepción liberal de la vida política misma, que en un primer momento es entendida en el sentido más o menos clásico de una intervención reducida del propio estado en la vida de los habitantes. El resultado será ocasión de importantes conflictos sociales y culturales: “modernizar” e “ilustrar” son proyectos que, en las condiciones de la recién emancipada Nueva España, parecen exigir precisamente esa acción estatal fuerte que el liberalismo heredado de Europa a través de la constitución de Cádiz más bien tiende a regatear.

            Pero desde el punto de vista de los procesos de subjetivación, es interesante atender a los rasgos de los planes educativos del temprano siglo XIX en vistas del tipo de “mexicano” al cual parecen invocar: un ciudadano para un estado que a duras penas lo es. El país imaginado por el primer liberalismo sencillamente no existe: es preciso construirlo sobre la marcha. Esa construcción, como mostrarán los acontecimientos posteriores, no sería sencilla; para alcanzar la mera unidad política –un requisito mínimo pero difícil- se requerirá la presencia de gobiernos fuertemente centralizados, como los de Juárez y Díaz.  Sin embargo, durante las primeras décadas de vida independiente se conjugarán la inexistencia de un poder central realmente sólido con las tendencias disgregadoras de una sociedad que sólo el despotismo de la colonia conseguía mantener unida.

En ese contexto, el primer gobierno de Valentín Gómez Farías es paradigmático: los liberales intentan conducir la educación para el país que imaginan, sin contar con las condiciones en que dicha educación podría sobrevivir a los caprichos de la política del momento. Y sin embargo, las tendencias centrífugas de entonces permitirán que los gérmenes “modernizadores” e “ilustrados” de los proyectos de Gómez Farías perduren y reaparezcan en un ambiente que les será más favorable. Y entonces la paradoja saltará de nuevo a la vista: lo que permitirá que esos gérmenes prosperen será la renuncia al ideal de un sociedad de ciudadanos liberales a cambio de un estado fuertemente involucrado en la construcción de una subjetividad mexicana moderna. ¿Modernidad sin libertad? Acaso ésa sea la fórmula que exprese lo que ocurrirá con el positivismo y después con el estado posrevolucionario. 
           

La “primera Reforma” y su ambiente.

La estructura misma de la sociedad hasta poco antes colonial favorecía la presencia de poderes locales bastante autónomos respecto al gobierno central. Así, al menos durante la década de 1820 se impuso una suerte de federalismo de facto, que desbordaba por sí mismo las intenciones de la constitución de 1824. Algunos de esos poderes locales adquirieron la forma de cacicazgos relativamente tradicionales –como el de Juan Álvarez en Guerrero. Otros dieron pie a  expresiones “constitucionales” en gobiernos que gozaban de una importante capacidad de acción propia. Ése fue el caso de Jalisco en los tiempos de Prisciliano Sánchez, así como el de Zacatecas bajo  Francisco García Salinas[1].

            El doctor Valentín Gómez Farías (1781 – 1858) inició su camino en la política colaborando tanto con Sánchez como con García Salinas. Es probable que fuese la experiencia junto a los gobernadores de Jalisco y de Zacatecas lo que inspirara a Gómez Farías para los planes que adoptó una vez en la presidencia en lo que refiere a la educación. En todo caso, en 1833 nuestro personaje encuentra el momento de dar a algunos de aquellos planes una cierta proyección nacional, al menos formalmente: el presidente Antonio López de Santa Anna, alegando motivos de salud, se retira a sus haciendas veracruzanas; Gómez Farías, vicepresidente, queda a cargo del poder ejecutivo. Será durante los meses que ocupe la máxima responsabilidad que se llevará a cabo lo que los historiadores a veces llaman “la primera reforma”, aludiendo a la que tendría lugar –y éxito- en los tiempos de Juárez y su generación.

            ¿Qué tipo de país debe gobernar Gómez Farías? En tan solo doce años de vida independiente, el país ha conocido ya tres pronunciamientos militares en contra de otros tantos presidentes. Los estados de Sonora y Yucatán viven ya en la zozobra de la rebelión indígena. Y, en el caso del segundo, la opción secesionista es considerada seriamente casi desde el momento de la firma de la constitución de 1824[2]. En sentido estricto, tiene que decirse que el poder del vicepresidente alcanza más bien a la capital; sin embargo, incluso ahí tiene que contemporizar con el Ayuntamiento e incluso con el Cabildo eclesiástico[3]. Pero al menos cuenta con un aliado importante en la persona del síndico Agustín Buenrostro, así como con la amistad y el consejo de José María Luis Mora, intelectual considerado como padre del liberalismo mexicano. Esos aliados, así como otros personajes de pensamiento afín, serán quienes apoyen la reforma educativa que Gómez Farías emprenderá al poco tiempo[4].

            Debe añadirse a este cuadro no demasiado alentador que la ciudad de México cuenta por entonces con cerca de doscientos mil habitantes, que en grupos desiguales pertenecían a todos los estratos de la vieja sociedad novohispana. La mayor parte de las escuelas existentes eran de tipo “particular”, esto es, escuelas regentadas por profesores del gremio que impartían clases en locales de su propiedad. Había también varias “amigas” para la instrucción de las niñas, y existía algún establecimiento sostenido directamente por los indios de los pueblos vecinos. Por otra parte, las disposiciones de 1786 habían propiciado la apertura de unas cuantas escuelas gratuitas en los conventos. Lo que puede notarse a primera vista es el escaso papel que el gobierno de la ciudad desempeñaba en el ámbito de la educación. Fue el ya mencionado Agustín Buenrostro quien intentó implementar algunos planes al respecto bajo el gobierno de Anastasio Bustamante y también en tiempos del interino Manuel Gómez Pedraza. Pero los planes de Buenrostro debieron esperar a que Gómez Farías –conocedor de tentativas similares en Jalisco y Zacatecas, como se ha dicho ya- les prestara el oído adecuado. 



Las leyes y las obras.

            En junio de 1833, el Congreso había concedido poderes extraordinarios al vicepresidente. Esos “poderes”, en realidad, podían ejercerse en el Distrito Federal y en los territorios nacionales dependientes del ejecutivo; los estados de la inestable federación prácticamente podían tomar las decisiones presidenciales como meras recomendaciones. A pesar de ello, lo que ocurriera en la capital de la república tendría inevitables consecuencias en otros lugares, dada la relación entre las antiguas provincias coloniales y la sede del virreinato. Gómez Farías emprendió en estas condiciones las reformas educativas que aquí interesan.

            El 19 de octubre Gómez Farías creó por decreto la Dirección General de Instrucción Pública, organismo encargado de regular la educación en todos los niveles existentes por entonces. El mismo día se ordenó la desaparición de la Universidad Real y Pontificia, venerable institución sustituida por seis establecimientos de “estudios mayores” -según otro decreto del 23 de octubre. El 26 del mismo mes, finalmente, Gómez Farías ordenaba en un tercer decreto la creación de escuelas primarias en los seis establecimientos de estudios mayores, así como en todas las parroquias (consideradas como divisiones geográficas) y en todos los pueblos del Distrito Federal; en el mismo documento retomaba las disposiciones de 1786 en lo que concierne a que conventos y parroquias abriesen escuelas públicas en sus edificios[5].

            ¿Serían estas reformas suficientemente radicales como para suscitar una suerte de “reacción conservadora” que explicara, al menos en parte, el clamor contra Gómez Farías que culminó en el retorno de Santa Anna a la presidencia? El detalle de los tres decretos de octubre de 1833 muestra que no corrían aún los tiempos del radicalismo liberal, si es que alguna vez lo hubo; en todo caso, los decretos resultaban “liberales” en otro sentido.

Los objetivos principales de Gómez Farías, Buenrostro y la Dirección General de Instrucción Pública tenían que ver mucho más con la difusión de la enseñanza que con los contenidos específicos de la misma. En palabras de José María Luis Mora, uno de los protagonistas de aquel momento:

Verdad es que una multitud de escuelas enseñarían mal a leer y escribir, pero enseñarían, y para la multitud siempre es un bien aprender algo, ya que no lo puede todo. Que los hombres puedan explicar, aunque sea defectuosamente, sus conceptos por escrito, y que puedan de la misma manera encargarse de los de otros expresados por los caracteres de un libro o manuscrito es ya un progreso, si se parte, como se partía en México, de la incapacidad de hacerlo que tenía la multitud en un estado anterior; esto y no otra cosa era lo que se buscaba por la libertad de enseñanza, y esto se ha obtenido y se obtiene todavía por ella misma[6].

            Así, lo que puede colegirse de los planes de Gómez Farías y su equipo es que el estado entraría a coadyuvar, junto al número relativamente alto de profesores particulares, en la labor de instruir a un pueblo mayoritariamente analfabeta. La “primera reforma” ostentaría este sentido ante todo social –es decir, igualitario. El tema de los contenidos de la educación definitivamente no ocupa el primer plano. La Dirección General tendría jurisdicción plena en las escuelas abiertas por el gobierno, así como en las que los conventos y parroquias establecieran en sus propias instalaciones. Pero, siguiendo un instinto liberal de tipo lockeano, dicha Dirección se limitaría a tomar nota de los profesores particulares y de las “amigas” que funcionasen por su cuenta, sin someterlos a la supervisión del inspector general –que, por cierto, era el propio Agustín Buenrostro. De hecho, más allá de las disposiciones de 1786, los decretos abolían los requisitos de “cristiandad vieja” y de “pureza de sangre” –resabios arcaicos- y, especialmente, el de un examen de idoneidad[7]. El talante liberal de Gómez Farías se vislumbra en esta concepción del trabajo educativo del estado: este último, más que un regulador de aquella actividad, es un colaborador más junto a los profesores particulares.

            Pero el hecho de que los contenidos de la educación no fueran el tema central de los decretos de 1833 no quiere decir que esos decretos no influyeran en el rumbo de aquellos contenidos en las épocas posteriores. A este punto habrá que dedicar el siguiente apartado. Pero por ahora debe añadirse que, dada la precariedad del gobierno de Gómez Farías, a duras penas se consiguió abrir siete escuelas nuevas para niñas y niños y que la Dirección General se hiciese cargo de cuatro escuelas ya existentes. Eso sí: durante los meses en que el vicepresidente tuvo el control, los 8 000 pesos de entonces destinados como presupuesto para la educación se gastaron escrupulosamente en el rubro[8].


Modernizar una sociedad en clave liberal.

            Lo menos notable en los decretos de 1833 se convirtió, a la larga, en el sustento de la herencia del liberalismo. Es decir, los contenidos que bien podrían ser pasados por alto por los profesores particulares y las “amigas” terminaron por incidir en el curso de los acontecimientos posteriores mucho más que la intención igualitaria de lo que hoy se llamaría, pomposamente, “cobertura universal”. Como se insinuó al principio, esto significa que la tensión entre liberalismo y modernización –y la ilustración a ella asociada- se resolvió más bien por el lado del segundo de dichos factores.

            En primer lugar, la Dirección General de Instrucción Pública debía, en el limitado ámbito de su acción, fomentar el uso de los “modernos” métodos de la Compañía Lancasteriana. El sistema de educación mutua, en el cual los alumnos monitores se hacían cargo del trato directo con los estudiantes menos avanzados, permitiría en el proyecto de Gómez Farías, Buenrostro, Mora y los demás hacer llegar la educación elemental a grupos mayores de la población. A la larga, tal objetivo no sería alcanzado: el vicepresidente tan sólo consiguió inaugurar un centro lancasteriano para niñas[9]. Pero lo que perduró en el ambiente cultural fue la idea de que los métodos modernos debían sustituir a la anticuada enseñanza de las escuelas particulares, las cuales, además, ya desde entonces estaban invitadas –no podían ser obligadas- a usar la cartilla de Lancaster como texto básico. Si bien los establecimientos lancasterianos nunca lograron las metas propuestas por sus fundadores, por lo menos incidieron en la formación de una cierta idea “moderna”: lo nuevo es mejor que lo viejo y conviene que se le adopte.

            Vale la pena mencionar aquí un aspecto de la “primera reforma” que delata una visión de largo plazo. La Compañía Lancasteriana proponía escuelas normales que produjeran los maestros y maestras necesarios para atender la enseñanza de las “primeras letras”. Gómez Farías y los suyos proyectaban la fundación de dos escuelas de este tipo; eso indica que, para el futuro, se esperaba contar con un cuerpo de docentes profesionales embebidos del sistema de Lancaster. Así, se pasaría por fin del gremialismo colonial a la asociación mucho más orgánica entre el estado y los educadores a los que aquél encomendaría la delicada tarea de instruir a la infancia. Como podrá imaginarse, esto es un requisito indispensable para la conformación de un estado que efectivamente se encuentre en condiciones de hacerse cargo de la educación. Pero habría que esperar casi un siglo para que esa asociación se consumara: Santa Anna regresó antes de que las dos escuelas pudiesen abrir sus puertas[10].

            Pero, por lo demás, los decretos del vicepresidente tendían a mantener el statu quo en lo que respecta a  las escuelas primarias; de hecho, debe mencionarse que tales decretos contemplaban que el catecismo eclesiástico –junto con el llamado “catecismo político”- formaran parte de lo que cualquier profesor debía impartir en el aula[11]. Fue más bien en los terrenos de la enseñanza secundaria y superior que las nuevas disposiciones incidieron notoriamente en los contenidos programáticos. Sin embargo, incluso en este ámbito debe decirse que lo que Gómez Farías provocó no fue tanto un cambio de programa sino la consolidación de tendencias que provenían de la última época de la colonia.

            Esas tendencias modernizadoras consistían, sobre todo, en el privilegio de la enseñanza científica -y técnica- sobre los esquemas del trívium y el quadrivium que aún dominaban en el ámbito de las universidades. La nación imaginada por Gómez Farías y sus socios debía conformarse, seguramente, por menos expertos en latín y por más profesionistas embebidos en el saber técnico propiciado por la revolución científica. Al menos en esto los primeros liberales no se distinguían demasiado del gabinete de ministros de Carlos III. Y, curiosamente, sus intenciones tampoco eran tan diferentes de las tentativas por “modernizar” la enseñanza en los colegios secundarios llevadas a cabo por Clavijero y sus compañeros jesuitas antes de la expulsión.

            En la década de 1830 subsistían los viejos colegios coloniales, con su programa de dos años de gramática latina y tres de filosofía; era durante estos últimos que, en algún caso, se impartían algunas teorías científicas como las que habían enseñado ya Gamarra o Clavijero. La novedad, en todo caso, era la presencia de los “Institutos Literarios”, que se ofrecían como alternativa a los viejos colegios y que privilegiaban la enseñanza de materias científicas y de asignaturas prácticas –dibujo, idiomas modernos como el francés y el inglés[12]. El ambiente de 1833 y 1834 resultó favorable para aquellos Institutos. Ya en 1826, el gobernador Sánchez había extinguido la Universidad de Guadalajara y establecido, en su lugar, un Instituto de Ciencias. Probablemente el ejemplo de Sánchez llevó a Gómez Farías a clausurar a su vez a la Real y Pontificia Universidad y fomentar la enseñanza superior de corte técnico y científico por medio de los seis establecimientos antes aludidos: cada uno era, por supuesto, un “Instituto” o un “Colegio”, y al menos uno de ellos –el de Minería- conservaba su inspiración borbónica[13].

            Así, las tendencias en los contenidos de la educación media superior y superior sencillamente continuaron su camino –hacia la modernización técnica y científica- en un ambiente que resultaba más favorable. No sería descabellado afirmar que este rubro era menos importante para el gobierno de Gómez Farías que la educación primaria, cuya máxima difusión era considerada –ella sí- una meta primordial del estado mexicano. No resulta del todo preciso, entonces, concebir una cierta “modernización ilustrada” de la educación como obra de Gómez Farías: la modernización despótica de los borbones se continuó en la atmósfera liberal propiciada por el vicepresidente y sus colaboradores. Y es que la “libertad de enseñanza” que garantizaba el trabajo sin supervisión de los profesores particulares de primeras letras tuvo un colofón no necesariamente planeado: la difusión de las ideas de la ciencia moderna –también en lo que concierne a las teorías del gobierno y a la economía política- entre sectores algo más amplios[14]. La misma libertad que permitía a cualquiera atender su escuela primaria facilitaba que el conocimiento “moderno” permeara a las nacientes clases medias.

            Pero junto con la ciencia nueva –que incluía ya entonces a las que luego serían llamadas “ciencias sociales”- aquella burguesía se acercaba a una nueva concepción del saber: éste no era visto ya como el conocimiento de la lengua latina y de la filosofía escolástica, sino como el dominio de la técnica destinada en última instancia a someter al mundo y a fomentar el desarrollo económico mediante la libre empresa. Cuando se acusa al positivismo de la época de Porfirio Díaz de combatir a las humanidades en favor de una suerte de ciencia instrumental, se pierde de vista no sólo que el positivismo mexicano estuvo lejos de ostentar un rostro tan terrible, sino que la tendencia “instrumentalista” proviene, de hecho, de una etapa anterior.

            En sentido estricto, lo que Gómez Farías buscaba era una transformación política y social antes que una transformación cultural: el surgimiento de una ciudadanía capaz de intervenir en los asuntos públicos en términos del liberalismo republicano más o menos clásico. Esta intención puede adivinarse en cierto pasaje del discurso del vicepresidente ante el Congreso en abril de 1833:

La enseñanza primaria, que es la principal de todas, está desatendida, y se le debe dispensar toda protección, si se quiere que en la república haya buenos padres, buenos hijos, buenos ciudadanos, que conozcan y cumplan sus deberes.[15]


            Pero este liberalismo incipiente no dio pie a la república virtuosa, sino a la continuidad del proceso de modernización y de ilustración iniciado en el siglo XVIII. Más allá del drama de Gómez Farías –destituido en 1834 por Santa Anna- la historia de la educación en México se encontraría en el camino con el tipo de régimen político capaz de crear a la clase de sujetos necesarios para hablar de la nación soñada como moderna. Sin embargo, la creación de esos sujetos requeriría la renuncia al sueño republicano, liberal y democrático de 1833. Una paradoja permitirá la continuidad del proyecto modernizador: el federalismo de facto, que sobrevivió incluso a las aspiraciones tiránicas de Santa Anna, dio pie a que Benito Juárez y otros gobernadores recogieran las ideas de los decretos de Gómez Farías y las aplicaran en sus estados durante algún tiempo[16]. El resultado no fue la gestación de una ciudadanía liberal, sino una modernización ilustrada impuesta desde el poder central.



           


[1] Cfr. al respecto a Dorothy Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo en el programa de educación primaria de Valentín Gómez Farías”, archivo electrónico http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/2NUUKT5FNXYX21IRVBEBUI222DGJ99.pdf, consultado el 13 de octubre de 2012, pp. 474 ss. Para una idea de la importancia de los poderes regionales en la época, cfr. Enrique Florescano, Etnia, estado y nación, ed. Taurus, México, 2001, pp. 290 ss.
[2] Cfr. Florescano, ídem.
[3] Cfr. Dorothy Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, en AA.VV. Historia de México, vol. 9, ed. Salvat, México, 1978, pp. 1994 ss.
[4] Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, pp. 481 ss.
[5] Cfr. Tanck de Estrada, op. cit., pp. 487 ss.
[6] Mora, Obras sueltas, ed. Porrúa, México, 1963, citado por Tanck de Estrada en “La educación en la nueva nación”, p. 1997.
[7] Las disposiciones de 1786 pueden consultarse en la antología a cargo de Dorothy Tanck de Estrada, La ilustración y la educación en la Nueva España, ed. SEP – El Caballito, México, 1985, pp. 109 ss.
[8] Cfr. Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”.
[9] Cfr. Ibid, pp. 487 ss.
[10] Cfr. Ibid, pp. 498 ss.
[11] Cfr. Ibid., p. 492.
[12] Cfr. Tanck de Estrada, “La educación en la nueva nación”, pp. 1990 ss.
[13] Cfr. Ibid., pp. 1998 ss.
[14] Cfr. Idem.
[15] Citado en Tanck de Estrada, “Ilustración y liberalismo…”, p. 502.
[16] Cfr. al respecto Raúl Mejía Zúñiga, Raíces educativas de la Reforma, ed. SEP, México, 1963, pp. 81 ss.

domingo, 7 de octubre de 2012

El paradigma de las competencias y la reconstrucción de la experiencia humana



      La educación es un fenómeno cuya naturaleza está íntimamente ligada con la reconstrucción de la experiencia de los seres humanos en el mundo. Por “reconstrucción” puede entenderse, provisionalmente y en sentido general, la posibilidad de reunir de cierta manera los fragmentos de la experiencia, es decir, los diferentes aspectos que la vida de los individuos y las sociedades van acumulando en el camino. Ahora bien: esa recapitulación o reunión de elementos fragmentarios puede ser consciente o no. En otras palabras: la reconstrucción que inevitablemente resulta de un proceso educativo puede ser considerada como un objetivo de la educación misma o bien puede suscitarse sin que los agentes sepan bien a bien lo que está ocurriendo. Desde este punto de vista, la reconstrucción es algo inevitable: la diferencia estriba en saber o no lo que se hace en este terreno.
          
            Un problema que la filosofía puede encontrar en los paradigmas pedagógicos es la forma en que éstos se enfrentan a la cuestión de la reconstrucción de la experiencia. Puede imaginarse, de entrada, un par de situaciones extremas: o bien aquellos paradigmas tienen a la vista las implicaciones del fenómeno educativo en la reconstrucción de la experiencia –y los consideran como objetivos de la educación- o bien no lo hacen. En este último caso, el paradigma en cuestión bien puede incluir concepciones acerca de los objetivos y los procedimientos educativos, pero no vincular en modo alguno tales concepciones con lo que ha de ocurrir con la experiencia de lo humano en general. Y desde luego, es posible también imaginar situaciones intermedias, en las cuales el tema de la reconstrucción aparezca en mayor o menor medida entre las ideas explícitas de un paradigma pedagógico.

            Nuestra pregunta en esta ocasión tiene que ver con la manera –y, en su caso, la medida- en que el paradigma de las competencias toma o no en cuenta las consecuencias reconstructivas de sus diversos elementos. La respuesta no es sencilla, pues ese modelo pedagógico no se distingue especialmente por su claridad ni por la homogeneidad de perspectivas entre quienes lo sostienen o lo presentan a los profesores y profesoras a través de cursos de capacitación y otros mecanismos. Sin embargo, a partir de unas cuantas piezas localizables aquí y allá en la literatura sobre el paradigma de las competencias es posible alcanzar al menos dos conclusiones. Una de ellas tiene que ver con el nivel analítico de la discusión: el paradigma que nos ocupa no es del todo consciente respecto al modelo de reconstrucción que él mismo implica; sin embargo, no se puede decir que sea completamente ciego a sus propias consecuencias reconstructivas. En el nivel normativo, es decir, en el de la discusión acerca de qué tan deseable resulta el modelo de las competencias desde el punto de vista de las sociedades actuales y sus problemas, puede concluirse que la adopción de dicho modelo es por lo menos problemática y exige una reflexión más amplia acerca del tipo de humanidad que se busca a través de él.
 
Competencias y reconstrucción.

           Como se decía antes, la claridad no campea entre quienes defienden el paradigma de las competencias. En primer lugar está el problema del uso mismo del término central. La palabra “competencias” está tomada directamente de la obra del lingüista Noam Chomsky, quien habló por primera vez de linguistic competence en la década de los sesenta del pasado siglo. Chomsky, por entonces, se refería a la capacidad de un usuario de algún idioma para enfrentar situaciones novedosas a partir del aprendizaje de cierta “gramática generativa” –es decir, que nadie necesita conocer a priori la gramática completa de un idioma para hacer un uso adecuado de él[1]. Pero el término introducido por Chomsky fue importado hacia la teoría pedagógica tiempo después, generalizando su significado hacia cualquier tipo de aprendizaje.

            Según recuerda Yolanda Argudín, al inicio de los años ochenta R.E. Boyatzis define ya “competencia”  en otros términos: “una competencia es la destreza para demostrar la secuencia de un sistema del comportamiento que funcionalmente está relacionado con el desempeño o con el resultado propuesto para alcanzar una meta, y debe demostrarse en algo observable, algo que una persona dentro del entorno social pueda observar y juzgar”[2]. Boyatzis ha trasladado la noción al terreno de lo que el mundo anglosajón conoce como management, es decir, la disciplina que estudia y norma el manejo de las empresas. Así, de los estudios en lingüística la palabra “competencias” salta al ámbito del management; de ahí se le traslada sin mayor problema al campo de la pedagogía. Argudín misma ofrece una definición de “competencia” en este último sentido: “Un conjunto de comportamientos sociales y afectivos, y habilidades cognoscitivas, psicológicas, sensoriales y motoras que permiten llevar a cabo adecuadamente un papel, un desempeño, una actividad o una tarea”[3].

            La autora profundiza en las connotaciones de su definición. Ella señala que 

En la educación basada en competencias quien aprende lo hace al identificarse con lo que produce, al reconocer el proceso que realiza para construir así como las metodologías que dirigen este proceso. Al finalizar cada etapa del proceso se observa(n) y evalúa(n) la(s) competencias que el sujeto ha construido. Se describe como un resultado de lo que el alumno está capacitado a desempeñar o producir al finalizar una etapa.[4]

            En este caso, la falta de claridad consiste precisamente en el traslado –sin aparente solución de continuidad- de un término técnico propio de las discusiones de la lingüística contemporánea a los debates sobre pedagogía, pasando por la literatura sobre el management. Un problema teórico pendiente de analizar es el que se adivina en este traslado: ¿no se perderá algo en el camino, algo tal vez importante, acerca de la acción humana en general y de las disciplinas involucradas en particular –lingüística, dirección de empresas, pedagogía? A pesar de ello, basta la descripción de Argudín para tener algo que decir acerca de la relación entre reconstrucción de la experiencia y el paradigma que aquí interesa.

            Tal vez “observar” y “evaluar”, dos de los verbos que emplea Argudín para desglosar su definición de “competencia”, puedan asociarse de alguna forma con “reconstruir”. Esto puede entenderse, en especial, si se presta atención a la frase según la cual “quien aprende” también está en condiciones de “reconocer” tanto el proceso como las metodologías que utiliza para “producir” el conocimiento. En algún sentido de la palabra “reconstrucción”, ésta puede significar que el sujeto del aprendizaje tendría que encontrarse en algún momento en condiciones de saber lo que ha hecho. Así, podría pensarse, tal sujeto debe reunir los fragmentos de la experiencia y darle algún sentido en el contexto general de su vida en este mundo. 

            Si esto es así,  podría pensarse también que el paradigma de las competencias sí que se hace cargo de su relación con el tema de la experiencia reelaborada y reconstruida. Tal vez no se trate de una asunción del todo consciente; sin embargo, de alguna manera está ahí y obliga a reconocer que el paradigma pedagógico de marras alcanza a vislumbrar, aunque sea un poco entre sombras, la manera en que se relaciona con las consecuencias reconstructivas que él mismo arrastra.

            Será todo un tema distinto el que interrogue acerca de las consecuencias teóricas del hecho de que la palabra “competencias” sea importada desde los estudios de Chomsky hasta la pedagogía. Un reto para los defensores del paradigma de las competencias será otorgarle un poco más de precisión a lo que quieren decir al respecto, en especial si pesa sobre ellos la responsabilidad de difundir su punto de vista entre  los profesores y profesoras que deben “educar en competencias” sin que resulte demasiado obvio lo que quiere decirse con eso. Pero es tiempo de pasar al siguiente nivel de la discusión.

            Como al pasar, se ha dicho más arriba que el sujeto del aprendizaje debiera “reunir los fragmentos de la experiencia y darles algún sentido en el contexto general de su vida en este mundo”. La palabra “sentido” es lo que conduce al tema de la deseabilidad del paradigma de las competencias: si de cualquier manera termina por apuntar hacia la reconstrucción, ¿qué es lo que puede esperarse de esta última y qué tan dispuestos debemos estar a emprenderla?

Reconstrucción y crítica del presente: una ausencia notable.

            Para responder a estas preguntas, vale la pena detenerse un poco más en lo que sea que signifique el término “reconstrucción de la experiencia”. La filosofía puede jugar aquí un papel importante, pues ella tiene la tarea de reflexionar sobre el significado de las cosas que pensamos y que decimos, con el ánimo de saber mejor qué es eso que decimos y también para esclarecer nuestra actitud frente a ello. Sobra recordar que parte del problema que se enfrenta hoy día es que el paradigma de las competencias se extiende en virtud de políticas gubernamentales –y supranacionales- sin que se considere necesario discutir siquiera lo que se intenta con él –y eso mismo no resulta demasiado compatible con la idea de reconstruir la experiencia de lo humano. Pero aquí habrá que concentrarse en los aspectos algo más teóricos del problema.

            La palabra “reconstrucción” ostenta ciertos ribetes kantianos y hegelianos, que tienen que ver con la posibilidad para una conciencia de ser “autoconsciente” respecto a sus conocimientos y a las acciones que decide emprender. Ya en el siglo XX, la palabra aparece en primer lugar en la obra de John Dewey. Para Dewey, la “reconstrucción” es una tarea urgente de la filosofía de su época, extraviada demasiado en cuestiones que no consideran el papel de la experiencia de los seres humanos en el mundo y, especialmente, en el mundo de lo social. Ante esto, Dewey invita  a reconsiderar la relación entre la filosofía y la práctica: ellas  son tipos de acciones en el mundo, y algo hacen en ese mundo de la misma manera en que él interviene en las vidas de los seres humanos. De esta manera, la filosofía debe tomarse en serio la tarea que se le impone: la reconstrucción del presente como posibilidad de enriquecer las experiencias de las personas que viven en sociedades[5]

            Puede apreciarse que lo que echábamos de menos en las palabras de Argudín, es decir, un cierto grado de claridad en lo que concierne al sentido de la reconstrucción, es en la obra de Dewey un tema primordial: la mayor felicidad de los seres humanos se alcanzará en sociedades democráticas, y estas últimas se definen como las que facilitan “la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales y que asegura(n) el reajuste flexible de sus instituciones mediante la interacción de las diferentes formas de vida asociada”. En virtud de esta meta social, la educación debe otorgar “a los individuos un interés personal en las relaciones y el control sociales y los hábitos espirituales que produzcan los cambios sociales sin introducir el desorden” [6].

            Así, la palabra “reconstrucción” en la obra de Dewey permite pensar, ya en el ámbito específico de la educación, en la meta de una organización de tipo democrático entendida como la posibilidad de que los integrantes de la misma enriquezcan su experiencia del mundo al participar de los bienes socialmente disponibles. Esa participación es, si cabe decirlo, de tipo “republicano” en la medida en que los individuos han de interesarse en los asuntos públicos, interés que debe permitirles entrar en relación unos con otros y controlar la dinámica misma de la sociedad sin incurrir en el desorden. 

            Puede apreciarse, desde luego, que Dewey piensa más bien en una suerte de concepción “formal” de la reconstrucción, sin que los contenidos específicos de la misma –los bienes sociales que han de compartirse, por ejemplo- sean algo determinado –al menos no en este punto. Pero aun así, su versión de la reconstrucción de la experiencia apunta a cierto estado de cosas que se considera como deseable, y por lo tanto como un objetivo para la educación desde el punto de vista de las consecuencias sociales de ésta. Esto no es exactamente algo que pueda equipararse con lo que sabemos del paradigma de las competencias.

            Pero la versión de Dewey no es la única de la cual pueda echarse mano aquí. Más avanzado el siglo, autores ligados a la Escuela de Frankfurt han retomado el término y le han dado una coloración distinta. En especial, la manera en que algunos de ellos hablan de “reconstrucción” arroja  luz sobre un aspecto que en Dewey puede permanecer todavía opaco: ¿requiere la reconstrucción de la experiencia incluir algo como una actitud crítica ante la sociedad en la cual se lleva a cabo?  Y en especial: ¿cuáles son los alcances de dicha crítica? ¿Debe ella plantearse el cuestionamiento de las estructuras y las funciones sociales dadas en un momento determinado de la historia?

            En primer lugar, no conviene creer que en la obra de Dewey está ausente todo tipo de crítica al presente de la sociedad. De hecho, el motor que impulsa a esa obra es precisamente la necesidad de reformar la vida en la república norteamericana de principios de siglo. Pero lo que sí puede decirse es que Dewey no considera las disfunciones sociales contra las que escribe como parte de un entramado de contradicciones o conflictos; esto último sólo puede ser conseguido con ayuda de un marco de referencia que permita sacar a la luz, precisamente, la naturaleza conflictiva de lo que desde otro punto de vista aparece como una mera disfunción. La Escuela de Frankfurt, sus sucesores y autores cercanos a ella sí que disponen de ese tipo de marco de referencia: desde la dialéctica marxista hasta la teoría de la acción comunicativa, la deconstrucción o el análisis del poder, autores que van de Horkheimer y Adorno hasta Foucault o McLaren hablan de sociedades en conflicto donde la reconstrucción de la experiencia pasa por una reconstrucción del entramado social mismo, en vistas de condiciones de vida menos opresivas y menos excluyentes[7].

            Así, la teoría crítica que se desprende de la Escuela de Frankfurt toma posición ante el presente en el cual la experiencia ha de ser reconstruida. Ese presente es resultado de diversos mecanismos de opresión, tanto desde el punto de vista de la dinámica social misma como desde el punto de vista de la cultura y sus propias relaciones de opresión y exclusión, tales como las que se constituyen en torno a la raza y al género. En la medida en que esa opresión social y esa exclusión cultural son incompatibles con una vida humana digna de ser vivida, han de ser denunciadas y combatidas en todos los terrenos. Desde luego, como lo hace notar la obra de Peter McLaren, uno de esos terrenos tendría que ser el de la educación[8]

            No es posible aquí profundizar, ni mucho menos, en los alcances de esta heterogénea tradición de pensamiento. Pero lo dicho puede bastar por ahora para marcar la diferencia entre una modalidad y otra de la idea de “reconstrucción”. En ambos casos, la reconstrucción de la experiencia incide en el mundo de lo social, de manera que lo que termina por “reconstruirse” es algo más que la existencia individual de una persona. La sociedad misma, en sus relaciones y su entramado completo, debe ser transformada en vistas de que la experiencia de sus integrantes resulte “enriquecida” –como en Dewey- o bien orientada hacia formas menos opresivas y excluyentes –como en la tradición de la teoría crítica. Pero es en el último caso en el que la transformación puede adquirir un sentido radical, distinto a la corrección de disfunciones a la que parece limitarse la perspectiva de Dewey. En la tradición crítica, a lo que se aspira es a sociedades más justas para todos.

            Pero de vuelta en el tema principal, ¿hay algo que decir respecto al sentido de la reconstrucción que se adivina en el paradigma de las competencias? Por un lado, ni siquiera resulta claro que forme parte del planteamiento general, como sí ocurre con Dewey. No, al menos, si nos atenemos a lo que puede encontrarse en un texto como el de Argudín. Y por el otro, no hay motivos para imaginar que el sentido de la reconstrucción tenga algo que ver no se diga con sociedades más democráticas –como las entendería el autor norteamericano- sino con sociedades menos injustas. La ceguera respecto a estos temas en el paradigma de las competencias es resultado de la notable ausencia de alguna idea acerca del sentido de la reconstrucción implícita en el paradigma completo.

            Y esta ceguera tiene consecuencias, las cuales también deben ser objeto de la discusión  –una discusión amplia que se vislumbra, pero que debe ser sostenida entre todos los interesados, desde las autoridades educativas hasta los profesores y profesoras, pasando por la comunidad filosófica. Al no plantearse el tipo de sociedad que resulta de la reconstrucción de la experiencia de los seres humanos, bien puede ocurrir sencillamente que se perpetúen las condiciones actuales bajo una serie de etiquetas que mal disimularían el estado de cosas de un mundo básicamente injusto. O, tal vez, todo podría empeorar en aras de nuevas condiciones donde la lógica del management se infiltre soterradamente en el ámbito de la pedagogía.

            En pocas palabras: el paradigma de las competencias necesita “abrirse de capa” respecto a la manera de entender la reconstrucción social implícita en sus aspiraciones. Si tiene algo bueno que ofrecer  ante sus críticos, será mejor que lo haga abiertamente. Y si, como es de temerse, tiende a favorecer el statu quo de un planeta poco democrático y bastante opresivo y excluyente, será mejor saberlo también de una vez para aclarar los términos de la discusión.
             


[1] Cfr. Chomsky, Aspects of Theory of Syntax,  Massachusetts Institute of Technology Press, Cambridge, Mass, 1965, pp. 3 ss.
[2] Argudín, Educación basada en competencias. Nociones y antecedentes, ed. Trillas, México, p. 14.
[3] Ibid, p. 15.
[4] Idem. Cursivas de Argudín.
[5] Puede confrontarse al respecto la Introducción a Dewey, La reconstrucción de la filosofía, ed. Planeta – Agostini, Barcelona, 1993, pp. 9 ss.
[6] Dewey, Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación, Ediciones Morata, Madrid, 2001, p. 91.
[7] Una manera de abordar el vínculo de la teoría crítica –en sus múltiples vertientes- con la noción de “reconstrucción” puede encontrarse en la obra de Thomas McCarthy, Ideales e ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, ed. Tecnos, Madrid, 1992.
[8] Cfr., por ejemplo, la entrevista de Gert Biesta y Siebren Miedema a Peter McLaren, “Utopías provisionales en un mundo poscolonial”, en McLaren, Multiculturalismo revolucionario, ed. Siglo XXI, México, 1998,  pp. 224 ss.