domingo, 7 de octubre de 2012

El paradigma de las competencias y la reconstrucción de la experiencia humana



      La educación es un fenómeno cuya naturaleza está íntimamente ligada con la reconstrucción de la experiencia de los seres humanos en el mundo. Por “reconstrucción” puede entenderse, provisionalmente y en sentido general, la posibilidad de reunir de cierta manera los fragmentos de la experiencia, es decir, los diferentes aspectos que la vida de los individuos y las sociedades van acumulando en el camino. Ahora bien: esa recapitulación o reunión de elementos fragmentarios puede ser consciente o no. En otras palabras: la reconstrucción que inevitablemente resulta de un proceso educativo puede ser considerada como un objetivo de la educación misma o bien puede suscitarse sin que los agentes sepan bien a bien lo que está ocurriendo. Desde este punto de vista, la reconstrucción es algo inevitable: la diferencia estriba en saber o no lo que se hace en este terreno.
          
            Un problema que la filosofía puede encontrar en los paradigmas pedagógicos es la forma en que éstos se enfrentan a la cuestión de la reconstrucción de la experiencia. Puede imaginarse, de entrada, un par de situaciones extremas: o bien aquellos paradigmas tienen a la vista las implicaciones del fenómeno educativo en la reconstrucción de la experiencia –y los consideran como objetivos de la educación- o bien no lo hacen. En este último caso, el paradigma en cuestión bien puede incluir concepciones acerca de los objetivos y los procedimientos educativos, pero no vincular en modo alguno tales concepciones con lo que ha de ocurrir con la experiencia de lo humano en general. Y desde luego, es posible también imaginar situaciones intermedias, en las cuales el tema de la reconstrucción aparezca en mayor o menor medida entre las ideas explícitas de un paradigma pedagógico.

            Nuestra pregunta en esta ocasión tiene que ver con la manera –y, en su caso, la medida- en que el paradigma de las competencias toma o no en cuenta las consecuencias reconstructivas de sus diversos elementos. La respuesta no es sencilla, pues ese modelo pedagógico no se distingue especialmente por su claridad ni por la homogeneidad de perspectivas entre quienes lo sostienen o lo presentan a los profesores y profesoras a través de cursos de capacitación y otros mecanismos. Sin embargo, a partir de unas cuantas piezas localizables aquí y allá en la literatura sobre el paradigma de las competencias es posible alcanzar al menos dos conclusiones. Una de ellas tiene que ver con el nivel analítico de la discusión: el paradigma que nos ocupa no es del todo consciente respecto al modelo de reconstrucción que él mismo implica; sin embargo, no se puede decir que sea completamente ciego a sus propias consecuencias reconstructivas. En el nivel normativo, es decir, en el de la discusión acerca de qué tan deseable resulta el modelo de las competencias desde el punto de vista de las sociedades actuales y sus problemas, puede concluirse que la adopción de dicho modelo es por lo menos problemática y exige una reflexión más amplia acerca del tipo de humanidad que se busca a través de él.
 
Competencias y reconstrucción.

           Como se decía antes, la claridad no campea entre quienes defienden el paradigma de las competencias. En primer lugar está el problema del uso mismo del término central. La palabra “competencias” está tomada directamente de la obra del lingüista Noam Chomsky, quien habló por primera vez de linguistic competence en la década de los sesenta del pasado siglo. Chomsky, por entonces, se refería a la capacidad de un usuario de algún idioma para enfrentar situaciones novedosas a partir del aprendizaje de cierta “gramática generativa” –es decir, que nadie necesita conocer a priori la gramática completa de un idioma para hacer un uso adecuado de él[1]. Pero el término introducido por Chomsky fue importado hacia la teoría pedagógica tiempo después, generalizando su significado hacia cualquier tipo de aprendizaje.

            Según recuerda Yolanda Argudín, al inicio de los años ochenta R.E. Boyatzis define ya “competencia”  en otros términos: “una competencia es la destreza para demostrar la secuencia de un sistema del comportamiento que funcionalmente está relacionado con el desempeño o con el resultado propuesto para alcanzar una meta, y debe demostrarse en algo observable, algo que una persona dentro del entorno social pueda observar y juzgar”[2]. Boyatzis ha trasladado la noción al terreno de lo que el mundo anglosajón conoce como management, es decir, la disciplina que estudia y norma el manejo de las empresas. Así, de los estudios en lingüística la palabra “competencias” salta al ámbito del management; de ahí se le traslada sin mayor problema al campo de la pedagogía. Argudín misma ofrece una definición de “competencia” en este último sentido: “Un conjunto de comportamientos sociales y afectivos, y habilidades cognoscitivas, psicológicas, sensoriales y motoras que permiten llevar a cabo adecuadamente un papel, un desempeño, una actividad o una tarea”[3].

            La autora profundiza en las connotaciones de su definición. Ella señala que 

En la educación basada en competencias quien aprende lo hace al identificarse con lo que produce, al reconocer el proceso que realiza para construir así como las metodologías que dirigen este proceso. Al finalizar cada etapa del proceso se observa(n) y evalúa(n) la(s) competencias que el sujeto ha construido. Se describe como un resultado de lo que el alumno está capacitado a desempeñar o producir al finalizar una etapa.[4]

            En este caso, la falta de claridad consiste precisamente en el traslado –sin aparente solución de continuidad- de un término técnico propio de las discusiones de la lingüística contemporánea a los debates sobre pedagogía, pasando por la literatura sobre el management. Un problema teórico pendiente de analizar es el que se adivina en este traslado: ¿no se perderá algo en el camino, algo tal vez importante, acerca de la acción humana en general y de las disciplinas involucradas en particular –lingüística, dirección de empresas, pedagogía? A pesar de ello, basta la descripción de Argudín para tener algo que decir acerca de la relación entre reconstrucción de la experiencia y el paradigma que aquí interesa.

            Tal vez “observar” y “evaluar”, dos de los verbos que emplea Argudín para desglosar su definición de “competencia”, puedan asociarse de alguna forma con “reconstruir”. Esto puede entenderse, en especial, si se presta atención a la frase según la cual “quien aprende” también está en condiciones de “reconocer” tanto el proceso como las metodologías que utiliza para “producir” el conocimiento. En algún sentido de la palabra “reconstrucción”, ésta puede significar que el sujeto del aprendizaje tendría que encontrarse en algún momento en condiciones de saber lo que ha hecho. Así, podría pensarse, tal sujeto debe reunir los fragmentos de la experiencia y darle algún sentido en el contexto general de su vida en este mundo. 

            Si esto es así,  podría pensarse también que el paradigma de las competencias sí que se hace cargo de su relación con el tema de la experiencia reelaborada y reconstruida. Tal vez no se trate de una asunción del todo consciente; sin embargo, de alguna manera está ahí y obliga a reconocer que el paradigma pedagógico de marras alcanza a vislumbrar, aunque sea un poco entre sombras, la manera en que se relaciona con las consecuencias reconstructivas que él mismo arrastra.

            Será todo un tema distinto el que interrogue acerca de las consecuencias teóricas del hecho de que la palabra “competencias” sea importada desde los estudios de Chomsky hasta la pedagogía. Un reto para los defensores del paradigma de las competencias será otorgarle un poco más de precisión a lo que quieren decir al respecto, en especial si pesa sobre ellos la responsabilidad de difundir su punto de vista entre  los profesores y profesoras que deben “educar en competencias” sin que resulte demasiado obvio lo que quiere decirse con eso. Pero es tiempo de pasar al siguiente nivel de la discusión.

            Como al pasar, se ha dicho más arriba que el sujeto del aprendizaje debiera “reunir los fragmentos de la experiencia y darles algún sentido en el contexto general de su vida en este mundo”. La palabra “sentido” es lo que conduce al tema de la deseabilidad del paradigma de las competencias: si de cualquier manera termina por apuntar hacia la reconstrucción, ¿qué es lo que puede esperarse de esta última y qué tan dispuestos debemos estar a emprenderla?

Reconstrucción y crítica del presente: una ausencia notable.

            Para responder a estas preguntas, vale la pena detenerse un poco más en lo que sea que signifique el término “reconstrucción de la experiencia”. La filosofía puede jugar aquí un papel importante, pues ella tiene la tarea de reflexionar sobre el significado de las cosas que pensamos y que decimos, con el ánimo de saber mejor qué es eso que decimos y también para esclarecer nuestra actitud frente a ello. Sobra recordar que parte del problema que se enfrenta hoy día es que el paradigma de las competencias se extiende en virtud de políticas gubernamentales –y supranacionales- sin que se considere necesario discutir siquiera lo que se intenta con él –y eso mismo no resulta demasiado compatible con la idea de reconstruir la experiencia de lo humano. Pero aquí habrá que concentrarse en los aspectos algo más teóricos del problema.

            La palabra “reconstrucción” ostenta ciertos ribetes kantianos y hegelianos, que tienen que ver con la posibilidad para una conciencia de ser “autoconsciente” respecto a sus conocimientos y a las acciones que decide emprender. Ya en el siglo XX, la palabra aparece en primer lugar en la obra de John Dewey. Para Dewey, la “reconstrucción” es una tarea urgente de la filosofía de su época, extraviada demasiado en cuestiones que no consideran el papel de la experiencia de los seres humanos en el mundo y, especialmente, en el mundo de lo social. Ante esto, Dewey invita  a reconsiderar la relación entre la filosofía y la práctica: ellas  son tipos de acciones en el mundo, y algo hacen en ese mundo de la misma manera en que él interviene en las vidas de los seres humanos. De esta manera, la filosofía debe tomarse en serio la tarea que se le impone: la reconstrucción del presente como posibilidad de enriquecer las experiencias de las personas que viven en sociedades[5]

            Puede apreciarse que lo que echábamos de menos en las palabras de Argudín, es decir, un cierto grado de claridad en lo que concierne al sentido de la reconstrucción, es en la obra de Dewey un tema primordial: la mayor felicidad de los seres humanos se alcanzará en sociedades democráticas, y estas últimas se definen como las que facilitan “la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales y que asegura(n) el reajuste flexible de sus instituciones mediante la interacción de las diferentes formas de vida asociada”. En virtud de esta meta social, la educación debe otorgar “a los individuos un interés personal en las relaciones y el control sociales y los hábitos espirituales que produzcan los cambios sociales sin introducir el desorden” [6].

            Así, la palabra “reconstrucción” en la obra de Dewey permite pensar, ya en el ámbito específico de la educación, en la meta de una organización de tipo democrático entendida como la posibilidad de que los integrantes de la misma enriquezcan su experiencia del mundo al participar de los bienes socialmente disponibles. Esa participación es, si cabe decirlo, de tipo “republicano” en la medida en que los individuos han de interesarse en los asuntos públicos, interés que debe permitirles entrar en relación unos con otros y controlar la dinámica misma de la sociedad sin incurrir en el desorden. 

            Puede apreciarse, desde luego, que Dewey piensa más bien en una suerte de concepción “formal” de la reconstrucción, sin que los contenidos específicos de la misma –los bienes sociales que han de compartirse, por ejemplo- sean algo determinado –al menos no en este punto. Pero aun así, su versión de la reconstrucción de la experiencia apunta a cierto estado de cosas que se considera como deseable, y por lo tanto como un objetivo para la educación desde el punto de vista de las consecuencias sociales de ésta. Esto no es exactamente algo que pueda equipararse con lo que sabemos del paradigma de las competencias.

            Pero la versión de Dewey no es la única de la cual pueda echarse mano aquí. Más avanzado el siglo, autores ligados a la Escuela de Frankfurt han retomado el término y le han dado una coloración distinta. En especial, la manera en que algunos de ellos hablan de “reconstrucción” arroja  luz sobre un aspecto que en Dewey puede permanecer todavía opaco: ¿requiere la reconstrucción de la experiencia incluir algo como una actitud crítica ante la sociedad en la cual se lleva a cabo?  Y en especial: ¿cuáles son los alcances de dicha crítica? ¿Debe ella plantearse el cuestionamiento de las estructuras y las funciones sociales dadas en un momento determinado de la historia?

            En primer lugar, no conviene creer que en la obra de Dewey está ausente todo tipo de crítica al presente de la sociedad. De hecho, el motor que impulsa a esa obra es precisamente la necesidad de reformar la vida en la república norteamericana de principios de siglo. Pero lo que sí puede decirse es que Dewey no considera las disfunciones sociales contra las que escribe como parte de un entramado de contradicciones o conflictos; esto último sólo puede ser conseguido con ayuda de un marco de referencia que permita sacar a la luz, precisamente, la naturaleza conflictiva de lo que desde otro punto de vista aparece como una mera disfunción. La Escuela de Frankfurt, sus sucesores y autores cercanos a ella sí que disponen de ese tipo de marco de referencia: desde la dialéctica marxista hasta la teoría de la acción comunicativa, la deconstrucción o el análisis del poder, autores que van de Horkheimer y Adorno hasta Foucault o McLaren hablan de sociedades en conflicto donde la reconstrucción de la experiencia pasa por una reconstrucción del entramado social mismo, en vistas de condiciones de vida menos opresivas y menos excluyentes[7].

            Así, la teoría crítica que se desprende de la Escuela de Frankfurt toma posición ante el presente en el cual la experiencia ha de ser reconstruida. Ese presente es resultado de diversos mecanismos de opresión, tanto desde el punto de vista de la dinámica social misma como desde el punto de vista de la cultura y sus propias relaciones de opresión y exclusión, tales como las que se constituyen en torno a la raza y al género. En la medida en que esa opresión social y esa exclusión cultural son incompatibles con una vida humana digna de ser vivida, han de ser denunciadas y combatidas en todos los terrenos. Desde luego, como lo hace notar la obra de Peter McLaren, uno de esos terrenos tendría que ser el de la educación[8]

            No es posible aquí profundizar, ni mucho menos, en los alcances de esta heterogénea tradición de pensamiento. Pero lo dicho puede bastar por ahora para marcar la diferencia entre una modalidad y otra de la idea de “reconstrucción”. En ambos casos, la reconstrucción de la experiencia incide en el mundo de lo social, de manera que lo que termina por “reconstruirse” es algo más que la existencia individual de una persona. La sociedad misma, en sus relaciones y su entramado completo, debe ser transformada en vistas de que la experiencia de sus integrantes resulte “enriquecida” –como en Dewey- o bien orientada hacia formas menos opresivas y excluyentes –como en la tradición de la teoría crítica. Pero es en el último caso en el que la transformación puede adquirir un sentido radical, distinto a la corrección de disfunciones a la que parece limitarse la perspectiva de Dewey. En la tradición crítica, a lo que se aspira es a sociedades más justas para todos.

            Pero de vuelta en el tema principal, ¿hay algo que decir respecto al sentido de la reconstrucción que se adivina en el paradigma de las competencias? Por un lado, ni siquiera resulta claro que forme parte del planteamiento general, como sí ocurre con Dewey. No, al menos, si nos atenemos a lo que puede encontrarse en un texto como el de Argudín. Y por el otro, no hay motivos para imaginar que el sentido de la reconstrucción tenga algo que ver no se diga con sociedades más democráticas –como las entendería el autor norteamericano- sino con sociedades menos injustas. La ceguera respecto a estos temas en el paradigma de las competencias es resultado de la notable ausencia de alguna idea acerca del sentido de la reconstrucción implícita en el paradigma completo.

            Y esta ceguera tiene consecuencias, las cuales también deben ser objeto de la discusión  –una discusión amplia que se vislumbra, pero que debe ser sostenida entre todos los interesados, desde las autoridades educativas hasta los profesores y profesoras, pasando por la comunidad filosófica. Al no plantearse el tipo de sociedad que resulta de la reconstrucción de la experiencia de los seres humanos, bien puede ocurrir sencillamente que se perpetúen las condiciones actuales bajo una serie de etiquetas que mal disimularían el estado de cosas de un mundo básicamente injusto. O, tal vez, todo podría empeorar en aras de nuevas condiciones donde la lógica del management se infiltre soterradamente en el ámbito de la pedagogía.

            En pocas palabras: el paradigma de las competencias necesita “abrirse de capa” respecto a la manera de entender la reconstrucción social implícita en sus aspiraciones. Si tiene algo bueno que ofrecer  ante sus críticos, será mejor que lo haga abiertamente. Y si, como es de temerse, tiende a favorecer el statu quo de un planeta poco democrático y bastante opresivo y excluyente, será mejor saberlo también de una vez para aclarar los términos de la discusión.
             


[1] Cfr. Chomsky, Aspects of Theory of Syntax,  Massachusetts Institute of Technology Press, Cambridge, Mass, 1965, pp. 3 ss.
[2] Argudín, Educación basada en competencias. Nociones y antecedentes, ed. Trillas, México, p. 14.
[3] Ibid, p. 15.
[4] Idem. Cursivas de Argudín.
[5] Puede confrontarse al respecto la Introducción a Dewey, La reconstrucción de la filosofía, ed. Planeta – Agostini, Barcelona, 1993, pp. 9 ss.
[6] Dewey, Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación, Ediciones Morata, Madrid, 2001, p. 91.
[7] Una manera de abordar el vínculo de la teoría crítica –en sus múltiples vertientes- con la noción de “reconstrucción” puede encontrarse en la obra de Thomas McCarthy, Ideales e ilusiones. Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, ed. Tecnos, Madrid, 1992.
[8] Cfr., por ejemplo, la entrevista de Gert Biesta y Siebren Miedema a Peter McLaren, “Utopías provisionales en un mundo poscolonial”, en McLaren, Multiculturalismo revolucionario, ed. Siglo XXI, México, 1998,  pp. 224 ss.

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