La educación es un fenómeno cuya
naturaleza está íntimamente ligada con la reconstrucción de la experiencia de
los seres humanos en el mundo. Por “reconstrucción” puede entenderse,
provisionalmente y en sentido general, la posibilidad de reunir de cierta
manera los fragmentos de la experiencia, es decir, los diferentes aspectos que
la vida de los individuos y las sociedades van acumulando en el camino. Ahora
bien: esa recapitulación o reunión de elementos fragmentarios puede ser
consciente o no. En otras palabras: la reconstrucción que inevitablemente
resulta de un proceso educativo puede ser considerada como un objetivo de la
educación misma o bien puede suscitarse sin que los agentes sepan bien a bien
lo que está ocurriendo. Desde este punto de vista, la reconstrucción es algo
inevitable: la diferencia estriba en saber o no lo que se hace en este terreno.
Un problema que la filosofía puede
encontrar en los paradigmas pedagógicos es la forma en que éstos se enfrentan a
la cuestión de la reconstrucción de la experiencia. Puede imaginarse, de
entrada, un par de situaciones extremas: o bien aquellos paradigmas tienen a la
vista las implicaciones del fenómeno educativo en la reconstrucción de la
experiencia –y los consideran como objetivos de la educación- o bien no lo
hacen. En este último caso, el paradigma en cuestión bien puede incluir
concepciones acerca de los objetivos y los procedimientos educativos, pero no
vincular en modo alguno tales concepciones con lo que ha de ocurrir con la
experiencia de lo humano en general. Y desde luego, es posible también imaginar
situaciones intermedias, en las cuales el tema de la reconstrucción aparezca en
mayor o menor medida entre las ideas explícitas de un paradigma pedagógico.
Nuestra pregunta en esta ocasión
tiene que ver con la manera –y, en su caso, la medida- en que el paradigma de
las competencias toma o no en cuenta las consecuencias reconstructivas de sus
diversos elementos. La respuesta no es sencilla, pues ese modelo pedagógico no
se distingue especialmente por su claridad ni por la homogeneidad de perspectivas
entre quienes lo sostienen o lo presentan a los profesores y profesoras a
través de cursos de capacitación y otros mecanismos. Sin embargo, a partir de
unas cuantas piezas localizables aquí y allá en la literatura sobre el
paradigma de las competencias es posible alcanzar al menos dos conclusiones.
Una de ellas tiene que ver con el nivel analítico de la discusión: el paradigma
que nos ocupa no es del todo consciente respecto al modelo de reconstrucción
que él mismo implica; sin embargo, no se puede decir que sea completamente
ciego a sus propias consecuencias reconstructivas. En el nivel normativo, es
decir, en el de la discusión acerca de qué tan deseable resulta el modelo de
las competencias desde el punto de vista de las sociedades actuales y sus
problemas, puede concluirse que la adopción de dicho modelo es por lo menos
problemática y exige una reflexión más amplia acerca del tipo de humanidad que
se busca a través de él.
Competencias y reconstrucción.
Como se decía antes, la claridad no
campea entre quienes defienden el paradigma de las competencias. En primer
lugar está el problema del uso mismo del término central. La palabra
“competencias” está tomada directamente de la obra del lingüista Noam Chomsky,
quien habló por primera vez de linguistic
competence en la década de los
sesenta del pasado siglo. Chomsky, por entonces, se refería a la capacidad de
un usuario de algún idioma para enfrentar situaciones novedosas a partir del
aprendizaje de cierta “gramática generativa” –es decir, que nadie necesita conocer a priori la gramática completa de un
idioma para hacer un uso adecuado de él[1].
Pero el término introducido por Chomsky fue importado hacia la teoría
pedagógica tiempo después, generalizando su significado hacia cualquier tipo de
aprendizaje.
Según recuerda Yolanda Argudín, al
inicio de los años ochenta R.E. Boyatzis define ya “competencia” en otros términos: “una competencia es la
destreza para demostrar la secuencia de un sistema del comportamiento que
funcionalmente está relacionado con el desempeño o con el resultado propuesto
para alcanzar una meta, y debe demostrarse en algo observable, algo que una
persona dentro del entorno social pueda observar y juzgar”[2].
Boyatzis ha trasladado la noción al terreno de lo que el mundo anglosajón
conoce como management, es decir, la
disciplina que estudia y norma el manejo de las empresas. Así, de los estudios
en lingüística la palabra “competencias” salta al ámbito del management; de ahí se le traslada sin
mayor problema al campo de la pedagogía. Argudín misma ofrece una definición de
“competencia” en este último sentido: “Un conjunto de comportamientos sociales
y afectivos, y habilidades cognoscitivas, psicológicas, sensoriales y motoras
que permiten llevar a cabo adecuadamente un papel, un desempeño, una actividad
o una tarea”[3].
La autora profundiza en las
connotaciones de su definición. Ella señala que
En
la educación basada en competencias quien aprende lo hace al identificarse con lo que produce, al reconocer el proceso que realiza para
construir así como las metodologías
que dirigen este proceso. Al finalizar cada etapa del proceso se observa(n) y
evalúa(n) la(s) competencias que el sujeto ha construido. Se describe como un resultado de lo que el alumno está
capacitado a desempeñar o producir al finalizar una etapa.[4]
En este caso, la falta de claridad
consiste precisamente en el traslado –sin aparente solución de continuidad- de
un término técnico propio de las discusiones de la lingüística contemporánea a
los debates sobre pedagogía, pasando por la literatura sobre el management. Un problema teórico
pendiente de analizar es el que se adivina en este traslado: ¿no se perderá
algo en el camino, algo tal vez importante, acerca de la acción humana en
general y de las disciplinas involucradas en particular –lingüística, dirección
de empresas, pedagogía? A pesar de ello, basta la descripción de Argudín para
tener algo que decir acerca de la relación entre reconstrucción de la
experiencia y el paradigma que aquí interesa.
Tal vez “observar” y “evaluar”, dos
de los verbos que emplea Argudín para desglosar su definición de “competencia”,
puedan asociarse de alguna forma con “reconstruir”. Esto puede entenderse, en
especial, si se presta atención a la frase según la cual “quien aprende”
también está en condiciones de “reconocer” tanto el proceso como las
metodologías que utiliza para “producir” el conocimiento. En algún sentido de
la palabra “reconstrucción”, ésta puede significar que el sujeto del
aprendizaje tendría que encontrarse en algún momento en condiciones de saber lo
que ha hecho. Así, podría pensarse, tal sujeto debe reunir los fragmentos de la
experiencia y darle algún sentido en el contexto general de su vida en este
mundo.
Si esto es así, podría pensarse también que el paradigma de
las competencias sí que se hace cargo de su relación con el tema de la
experiencia reelaborada y reconstruida. Tal vez no se trate de una asunción del
todo consciente; sin embargo, de alguna manera está ahí y obliga a reconocer
que el paradigma pedagógico de marras alcanza a vislumbrar, aunque sea un poco
entre sombras, la manera en que se relaciona con las consecuencias
reconstructivas que él mismo arrastra.
Será todo un tema distinto el que
interrogue acerca de las consecuencias teóricas del hecho de que la palabra
“competencias” sea importada desde los estudios de Chomsky hasta la pedagogía.
Un reto para los defensores del paradigma de las competencias será otorgarle un
poco más de precisión a lo que quieren decir al respecto, en especial si pesa
sobre ellos la responsabilidad de difundir su punto de vista entre los profesores y profesoras que deben “educar
en competencias” sin que resulte demasiado obvio lo que quiere decirse con eso.
Pero es tiempo de pasar al siguiente nivel de la discusión.
Como al pasar, se ha dicho más
arriba que el sujeto del aprendizaje debiera “reunir los fragmentos de la
experiencia y darles algún sentido en el contexto general de su vida en este
mundo”. La palabra “sentido” es lo que conduce al tema de la deseabilidad del
paradigma de las competencias: si de cualquier manera termina por apuntar hacia
la reconstrucción, ¿qué es lo que puede esperarse de esta última y qué tan
dispuestos debemos estar a emprenderla?
Reconstrucción y crítica del presente:
una ausencia notable.
Para responder a estas preguntas,
vale la pena detenerse un poco más en lo que sea que signifique el término
“reconstrucción de la experiencia”. La filosofía puede jugar aquí un papel
importante, pues ella tiene la tarea de reflexionar sobre el significado de las
cosas que pensamos y que decimos, con el ánimo de saber mejor qué es eso que
decimos y también para esclarecer nuestra actitud frente a ello. Sobra recordar
que parte del problema que se enfrenta hoy día es que el paradigma de las
competencias se extiende en virtud de políticas gubernamentales –y
supranacionales- sin que se considere necesario discutir siquiera lo que se
intenta con él –y eso mismo no resulta demasiado compatible con la idea de reconstruir
la experiencia de lo humano. Pero aquí habrá que concentrarse en los aspectos
algo más teóricos del problema.
La palabra “reconstrucción” ostenta
ciertos ribetes kantianos y hegelianos, que tienen que ver con la posibilidad
para una conciencia de ser “autoconsciente” respecto a sus conocimientos y a
las acciones que decide emprender. Ya en el siglo XX, la palabra aparece en
primer lugar en la obra de John Dewey. Para Dewey, la “reconstrucción” es una
tarea urgente de la filosofía de su época, extraviada demasiado en cuestiones
que no consideran el papel de la experiencia de los seres humanos en el mundo
y, especialmente, en el mundo de lo social. Ante esto, Dewey invita a reconsiderar la relación entre la filosofía
y la práctica: ellas son tipos de
acciones en el mundo, y algo hacen en ese mundo de la misma manera en que él
interviene en las vidas de los seres humanos. De esta manera, la filosofía debe
tomarse en serio la tarea que se le impone: la reconstrucción del presente como
posibilidad de enriquecer las experiencias de las personas que viven en
sociedades[5].
Puede apreciarse que lo que
echábamos de menos en las palabras de Argudín, es decir, un cierto grado de
claridad en lo que concierne al sentido de la reconstrucción, es en la obra de
Dewey un tema primordial: la mayor felicidad de los seres humanos se alcanzará
en sociedades democráticas, y estas últimas se definen como las que facilitan
“la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales y
que asegura(n) el reajuste flexible de sus instituciones mediante la
interacción de las diferentes formas de vida asociada”. En virtud de esta meta
social, la educación debe otorgar “a los individuos un interés personal en las
relaciones y el control sociales y los hábitos espirituales que produzcan los
cambios sociales sin introducir el desorden” [6].
Así, la palabra “reconstrucción” en
la obra de Dewey permite pensar, ya en el ámbito específico de la educación, en
la meta de una organización de tipo democrático entendida como la posibilidad
de que los integrantes de la misma enriquezcan su experiencia del mundo al
participar de los bienes socialmente disponibles. Esa participación es, si cabe
decirlo, de tipo “republicano” en la medida en que los individuos han de
interesarse en los asuntos públicos, interés que debe permitirles entrar en
relación unos con otros y controlar la dinámica misma de la sociedad sin
incurrir en el desorden.
Puede apreciarse, desde luego, que
Dewey piensa más bien en una suerte de concepción “formal” de la
reconstrucción, sin que los contenidos específicos de la misma –los bienes
sociales que han de compartirse, por ejemplo- sean algo determinado –al menos
no en este punto. Pero aun así, su versión de la reconstrucción de la
experiencia apunta a cierto estado de cosas que se considera como deseable, y
por lo tanto como un objetivo para la educación desde el punto de vista de las
consecuencias sociales de ésta. Esto no es exactamente algo que pueda
equipararse con lo que sabemos del paradigma de las competencias.
Pero la versión de Dewey no es la
única de la cual pueda echarse mano aquí. Más avanzado el siglo, autores
ligados a la Escuela de Frankfurt han retomado el término y le han dado una
coloración distinta. En especial, la manera en que algunos de ellos hablan de
“reconstrucción” arroja luz sobre un
aspecto que en Dewey puede permanecer todavía opaco: ¿requiere la
reconstrucción de la experiencia incluir algo como una actitud crítica ante la
sociedad en la cual se lleva a cabo? Y
en especial: ¿cuáles son los alcances de dicha crítica? ¿Debe ella plantearse
el cuestionamiento de las estructuras y las funciones sociales dadas en un
momento determinado de la historia?
En primer lugar, no conviene creer
que en la obra de Dewey está ausente todo tipo de crítica al presente de la
sociedad. De hecho, el motor que impulsa a esa obra es precisamente la
necesidad de reformar la vida en la república norteamericana de principios de
siglo. Pero lo que sí puede decirse es que Dewey no considera las disfunciones
sociales contra las que escribe como parte de un entramado de contradicciones o
conflictos; esto último sólo puede ser conseguido con ayuda de un marco de
referencia que permita sacar a la luz, precisamente, la naturaleza conflictiva
de lo que desde otro punto de vista aparece como una mera disfunción. La
Escuela de Frankfurt, sus sucesores y autores cercanos a ella sí que disponen
de ese tipo de marco de referencia: desde la dialéctica marxista hasta la
teoría de la acción comunicativa, la deconstrucción o el análisis del poder,
autores que van de Horkheimer y Adorno hasta Foucault o McLaren hablan de
sociedades en conflicto donde la reconstrucción de la experiencia pasa por una
reconstrucción del entramado social mismo, en vistas de condiciones de vida menos
opresivas y menos excluyentes[7].
Así, la teoría crítica que se
desprende de la Escuela de Frankfurt toma posición ante el presente en el cual
la experiencia ha de ser reconstruida. Ese presente es resultado de diversos
mecanismos de opresión, tanto desde el punto de vista de la dinámica social
misma como desde el punto de vista de la cultura y sus propias relaciones de
opresión y exclusión, tales como las que se constituyen en torno a la raza y al
género. En la medida en que esa opresión social y esa exclusión cultural son
incompatibles con una vida humana digna de ser vivida, han de ser denunciadas y
combatidas en todos los terrenos. Desde luego, como lo hace notar la obra de
Peter McLaren, uno de esos terrenos tendría que ser el de la educación[8].
No es posible aquí profundizar, ni
mucho menos, en los alcances de esta heterogénea tradición de pensamiento. Pero
lo dicho puede bastar por ahora para marcar la diferencia entre una modalidad y
otra de la idea de “reconstrucción”. En ambos casos, la reconstrucción de la
experiencia incide en el mundo de lo social, de manera que lo que termina por
“reconstruirse” es algo más que la existencia individual de una persona. La
sociedad misma, en sus relaciones y su entramado completo, debe ser
transformada en vistas de que la experiencia de sus integrantes resulte
“enriquecida” –como en Dewey- o bien orientada hacia formas menos opresivas y
excluyentes –como en la tradición de la teoría crítica. Pero es en el último
caso en el que la transformación puede adquirir un sentido radical, distinto a
la corrección de disfunciones a la que parece limitarse la perspectiva de
Dewey. En la tradición crítica, a lo que se aspira es a sociedades más justas
para todos.
Pero de vuelta en el tema principal,
¿hay algo que decir respecto al sentido de la reconstrucción que se adivina en
el paradigma de las competencias? Por un lado, ni siquiera resulta claro que
forme parte del planteamiento general, como sí ocurre con Dewey. No, al menos,
si nos atenemos a lo que puede encontrarse en un texto como el de Argudín. Y
por el otro, no hay motivos para imaginar que el sentido de la reconstrucción
tenga algo que ver no se diga con sociedades más democráticas –como las
entendería el autor norteamericano- sino con sociedades menos injustas. La ceguera
respecto a estos temas en el paradigma de las competencias es resultado de la
notable ausencia de alguna idea acerca del sentido de la reconstrucción
implícita en el paradigma completo.
Y esta ceguera tiene consecuencias,
las cuales también deben ser objeto de la discusión –una discusión amplia que se vislumbra, pero
que debe ser sostenida entre todos los interesados, desde las autoridades
educativas hasta los profesores y profesoras, pasando por la comunidad
filosófica. Al no plantearse el tipo de sociedad que resulta de la
reconstrucción de la experiencia de los seres humanos, bien puede ocurrir
sencillamente que se perpetúen las condiciones actuales bajo una serie de
etiquetas que mal disimularían el estado de cosas de un mundo básicamente injusto.
O, tal vez, todo podría empeorar en aras de nuevas condiciones donde la lógica
del management se infiltre
soterradamente en el ámbito de la pedagogía.
En pocas palabras: el paradigma de
las competencias necesita “abrirse de capa” respecto a la manera de entender la
reconstrucción social implícita en sus aspiraciones. Si tiene algo bueno que
ofrecer ante sus críticos, será mejor
que lo haga abiertamente. Y si, como es de temerse, tiende a favorecer el statu quo de un planeta poco democrático
y bastante opresivo y excluyente, será mejor saberlo también de una vez para
aclarar los términos de la discusión.
[1] Cfr. Chomsky, Aspects of Theory of Syntax, Massachusetts Institute of Technology Press,
Cambridge, Mass, 1965, pp. 3 ss.
[2]
Argudín, Educación basada en
competencias. Nociones y antecedentes, ed. Trillas, México, p. 14.
[3]
Ibid, p. 15.
[4]
Idem. Cursivas de Argudín.
[5]
Puede confrontarse al respecto la Introducción a Dewey, La reconstrucción de la filosofía, ed. Planeta – Agostini,
Barcelona, 1993, pp. 9 ss.
[6]
Dewey, Democracia y educación. Una
introducción a la filosofía de la educación, Ediciones Morata, Madrid,
2001, p. 91.
[7]
Una manera de abordar el vínculo de la teoría crítica –en sus múltiples
vertientes- con la noción de “reconstrucción” puede encontrarse en la obra de
Thomas McCarthy, Ideales e ilusiones.
Reconstrucción y deconstrucción en la teoría crítica contemporánea, ed.
Tecnos, Madrid, 1992.
[8]
Cfr., por ejemplo, la entrevista de Gert Biesta y Siebren Miedema a Peter
McLaren, “Utopías provisionales en un mundo poscolonial”, en McLaren, Multiculturalismo revolucionario, ed.
Siglo XXI, México, 1998, pp. 224 ss.
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