lunes, 14 de enero de 2013

Filosofía para niños... ¿los enemigos correctos?



            Desde su surgimiento hace ya décadas, el movimiento pedagógico encabezado por Matthew Lipman y llamado por él “filosofía para niños” ha suscitado tal vez algunas resistencias, pero también el entusiasmo de un buen número de educadores y educadoras más allá de las fronteras de los Estados Unidos. Como se sabe, se trata de un método –pero también de unos contenidos- que involucran a los infantes desde los niveles más elementales en “comunidades de cuestionamiento” que permiten el ejercicio del examen y la argumentación en torno a problemas planteados en narraciones –llamadas “novelas”- diseñadas al efecto. Ciertamente se trata de temas filosóficos que bien podrían interesar a cualquiera: la ética, la epistemología, la naturaleza misma del universo, la organización social….  Todo ello desfila por las páginas de las novelas escritas por Lipman y otros autores[1].Pero el entusiasmo debe ser mediado por la precaución crítica. Algunos aspectos de la filosofía para niños apuntan en una dirección que no necesariamente resulta la más deseable cuando se le ve de cerca. ¿Por qué?

Toda propuesta pedagógica se sitúa, tal vez por su propia naturaleza, en la esfera de las relaciones culturales que permean eso que Habermas llamaría “mundo de la vida”, el mundo de concepciones y significados compartidos por una comunidad social y sobre el cual, como si de un telón de fondo se tratase, se desenvuelven las existencias de las personas. Pero la apuesta de buena parte de las pedagogías es más amplia: la transformación –o como diría John Dewey, una de las inspiraciones más importantes de Lipman, la “reconstrucción”- de las sociedades mismas[2]. Esta aspiración lleva consigo un riesgo que vale la pena esclarecer: ¿basta con una modificación en la esfera de la cultura para conseguir una transformación social en sentido emancipatorio respecto a lo que hoy día nos oprime o nos excluye?

            Si la respuesta fuera negativa, cualquier pedagogía que se propusiese la transformación social correría el riesgo de colapsar en la irrelevancia, o en el peor de los casos de convertirse en un instrumento de legitimación para órdenes sociales no necesariamente deseables o compatibles con las aspiraciones emancipatorias. ¿Cómo puede ser que ocurra esto?

            Una pedagogía colapsa en la irrelevancia si sus resultados no alcanzan a transformar las relaciones sociales según lo que ella misma se propone. Tal fenómeno puede describirse de la siguiente manera: la esfera de la cultura contiene principalmente valoraciones acerca de la realidad en general, y de la realidad humana en particular. Esas valoraciones, sobra decirlo, pueden ser modificadas por la educación. Pero esta última bien puede limitarse a arañar, por así decirlo, la superficie de la cultura sin llegar al nivel en el que las alteraciones incidan en la dinámica social completa. El problema se agudiza cuando la misma dinámica social, por su parte, apunta también hacia la transformación de la esfera de la cultura –con o sin la ayuda de prácticas pedagógicas. Entre la dinámica social completa y la mera esfera de la cultura, la relación de fuerzas luce lo suficientemente desigual como para esperar que el cuestionamiento de unos cuantos valores consiga algo importante.

            Este último detalle conduce al segundo riesgo que se ha insinuado aquí: el de que una pedagogía se convierta, a pesar de sus propias intenciones explícitas, en un aliado para la legitimación de órdenes sociales que marchan en contra de las aspiraciones emancipatorias. ¿Cómo puede ocurrir esto? La dinámica social puede apuntar, por su propia cuenta, a una transformación de la esfera de la cultura que permita reforzar esa misma dinámica. Un ejemplo que puede aclarar esto se encuentra en el Manifiesto del partido comunista de Marx y Engels: las relaciones de producción de la llamada “época de la burguesía” termina por abatir los valores aceptados en las eras anteriores en aras del capitalismo: “la burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acatamiento”[3]. Sin conceder la rígida distinción entre “infraestructura” económica y “superestructura” ideológica esgrimida por algunos marxistas, lo que puede aceptarse es que una sociedad orientada en cierta dirección bien puede abatir viejos valores para encontrarse otros que resulten más adecuados a las nuevas condiciones.[4]

            Tal vez eso tenga que decirse de la época actual, marcada por la expansión global de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Esos logros tecnológicos modifican profundamente la naturaleza de las relaciones sociales en varios sentidos. Y tal parece que el viejo capitalismo intenta adaptarse al nuevo mundo. La reducción del papel de los estados en la regulación de la economía puede entenderse como el contrapunto necesario a la velocidad con la que los flujos de capital, montados sobre los asombrosos flujos de la información, rompen las viejas barreras. Y tal vez la intención de formar “profesionales competentes” en las escuelas sea parte de este fenómeno, si la competencia se entiende ante todo como adaptabilidad al mundo de la producción informática.[5]

            Pero, de vuelta al tema principal: ¿hay razones para imaginar que la filosofía para niños corra el riesgo de colapsar en la irrelevancia, o incluso de contribuir a la legitimación del orden social capitalista que se adapta a las nuevas condiciones? Sin que se diga que estos riesgos son inevitables, algunos aspectos de la posición de Lipman y sus colaboradores tendrían que encender las luces de alerta.

            Y es que tal vez Lipman dirija sus principales baterías críticas en contra de los enemigos equivocados. Al igual que otros pedagogos, nuestro autor se sitúa frente a lo que cabría llamar “educación tradicional”. Por este término particularmente impreciso pueden entenderse muchas cosas, sin que quede claro siquiera si alguna vez ha existido algo así –como no sea, tal vez, por el hecho de que siempre han existido maestros, alumnos y salones de clase. Para el caso de Lipman, la educación tradicional parece describirse en pasajes como el siguiente:

(…) La “taxonomía de los objetivos educativos”, muy en boga, ha establecido una especie de pirámide de funciones cognitivas, cuya ignominiosa base estaría formada por el recuerdo de hechos confusos y cuya excelsa cúspide estaría formada por las habilidades analíticas y evaluativas. Según esto, era muy fácil que los profesores, pedagogos y los que desarrollan los planes de estudios, llegaran a la conclusión de que la educación debía partir necesariamente del nivel más bajo hasta llegar a las funciones más altas.[6]

           

            La filosofía para niños tendría que enfrentarse a la idea –equivocada según Lipman y sus colaboradores- que indica que el conocimiento escolar debe conducirse por niveles marcados por las presuntas capacidades de los educandos. Frente a esto, se propone la atractiva posibilidad de “hacer filosofía” ya desde el jardín de infantes. Esa manera de trabajar se identifica, como se ha dicho ya, con las aspiraciones de John Dewey:

 (…) Sin duda fue Dewey quien, en los tiempos modernos, previó que la educación tendría que ser redefinida como el fomento de la capacidad de pensar, en vez de ser una transmisión de conocimientos; que no podría haber ninguna diferencia entre el método que el profesorado sigue de hecho en su enseñanza, y el método por el que se espera que enseñe; que la lógica de una disciplina no debe confundirse con la secuencia de descubrimientos que constituirían su conocimiento; que se estimula mejor la reflexión del alumno mediante su experiencia vital, que con un texto disecado y organizado formalmente; que el razonamiento se agudiza y perfecciona con la discusión ordenada, mejor que con ninguna otra cosa y que las habilidades de razonamiento son esenciales para leer y escribir bien; y que la alternativa al adoctrinamiento de los alumnos en los valores es ayudarles a reflexionar eficazmente sobre los valores que continuamente se les están presentando.[7]

           
           
            A primera vista es difícil estar en desacuerdo con tan loables intenciones. De hecho, algunas de ellas –que el método esperado por parte de los docentes coincida con el que efectivamente utilizan, por ejemplo- son impecables: ¿cómo se podría querer otra cosa? Y bien, ¿qué es lo que ofrece Lipman para cumplir con este programa? Se trata de algo relativamente conocido ya: las “comunidades de cuestionamiento” donde los niños y niñas discuten, guiados por el profesor o profesora, en torno a temas propuestos a través de novelas didácticas que abordan diversos problemas (Kio y Gus, Suki, El descubrimiento de Filio Episteme, etcétera). Lipman espera que esas discusiones guiadas “estimulen la reflexión del alumno mediante su experiencia vital” y, a la larga, contribuyan a hacer de los infantes personas acostumbradas a echar mano del pensamiento filosófico como guía para su vida diaria: “(…) Filosofía para Niños se vuelve a la lógica de la acción racional y a sus orientaciones para conseguir una conducta razonable”[8]

            Así, según el ideal de Lipman, las aulas de clase terminarían por convertirse en comunidades donde los estudiantes y los profesores indagarán, al estilo de Sócrates, en los problemas que aparecen en cuanto se presta atención a alguna de las certezas más cotidianas. ¿Cómo podría objetarse esa meta? Si se consiguiera, los alumnos y alumnas aprenderían a vivir la vita philosophica “digna de ser vivida”, según el dicho del maestro de Atenas. Y se esperaría de ellos y ellas que, al crecer, se convirtieran en individuos capaces de reconstruir las sociedades en algún sentido positivo y deseable –tal como lo esperaba, por cierto, el mismo Dewey.

            Sin embargo, los problemas asoman en cuanto se presta atención a ciertos detalles. Algunos de ellos son meramente instrumentales, mas no por ello dignos de ser dejados a un lado. La argumentación es un asunto más bien complejo, que requiere –incluso en el caso del llamado “razonamiento informal”- un cierto aprendizaje y una cierta práctica: ¿cómo distinguir, en general, un argumento válido de uno que no lo sea? ¿Es más sólido un argumento mediante ejemplos que una analogía? ¿En qué casos? ¿Cómo detectar disyunciones incluyentes para no confundirlas con disyunciones excluyentes? ¿Debe la semántica jugar algún papel destacado en el razonamiento deductivo –al estilo de Aristóteles- o basta con atender a las formas sintácticas de los razonamientos –como preferiría el Círculo de Viena? ¿Qué tan legítima es la inducción, o de qué manera puede considerársele válida? ¿Qué tipos de falacias son comunes en cualquier razonamiento? Como puede imaginarse, los profesores necesitarían un bagaje teórico bastante importante. A menos que se considere, claro está, que el razonamiento es un proceso estrictamente natural que no hace sino esperar a ser desarrollado por las personas. Pero esa postura, sostenida por Piaget por ejemplo, comienza a parecerse un poco al supuesto de una “taxonomía de objetivos educativos”, ¡justo lo que Lipman y sus colaboradores rechazan! Si las técnicas de razonamiento deben ser aprendidas (es decir, si no son “naturales”), es de esperarse que los profesores las dominen antes de usarlas en la comunidad de cuestionamiento. Claro está que los libros de Lipman ofrecen algunas pistas a los docentes[9]. La cuestión es si esas indicaciones bastan, o si es necesario replantear desde el principio la formación misma de los educadores.

            Pero hay algo más allá de las dificultades que entraña la implementación del método en contextos donde los profesores y profesoras no necesariamente están familiarizados con los recovecos de la argumentación. Notoriamente –al igual que Dewey- Lipman desconfía de los métodos de enseñanza que echen mano de la “terminología hermética” que caracteriza al estudio de las ciencias en general y de la filosofía en particular[10]. Tal parece que Lipman considera particularmente nocivo el hecho de que los estudiantes enfrenten la filosofía con ayuda de los clásicos de la tradición. A cambio, propone algo como un periodo transicional –expresado en el uso de sus novelas- que permita que, en algún momento futuro, el saber filosófico quede al alcance de cualquiera con ayuda de nuevos y atractivos libros y que aquéllos que se interesen en el tema puedan, algún día, buscar por su cuenta a Platón, a Aristóteles y a los otros clásicos en los textos originales[11]. Esto último, por cierto, bien podría ocurrir ad calendas graecas: ¿cómo asegurar que exista alguna vez alguien interesado en adentrarse en los Diálogos o en la Metafísica, si un sencillo manual le ha permitido ya conocer lo indispensable al respecto? Sin embargo, ése es un detalle  secundario.

            Más importante resulta lo que podría considerarse el punto de vista general de Lipman. De acuerdo con dicho punto de vista, los problemas de la educación podrían combatirse por medio de la introducción de un método que cuestiona la enseñanza llamada “tradicional”. Ese método altera el funcionamiento del salón de clase y de la didáctica al promover el cuestionamiento donde habitualmente no se echa mano de él. Y, a la larga, se espera que ello contribuya a la formación de ciudadanos y ciudadanas críticos y responsables frente a la sociedad de la cual forman parte. Todo esto, por desgracia, puede limitarse a “arañar” la esfera de la cultura, según se ha dicho al principio. Si tal cosa ocurre, la dinámica social a la que se apunta con la intención de “reconstruirla” bien puede terminar por engullir las buenas intenciones.

            ¿Por qué? Hay una paradoja, al menos aparente, en la actitud de Lipman frente a la tradición filosófica. Cuando se confía en que los mismos problemas de Platón, de Aristóteles o de quien sea pueden ser descubiertos por medio del cuestionamiento dirigido, se asume de alguna manera que esos problemas aparecen “naturalmente” ante el niño o la niña curiosos que se detienen a reflexionar acerca de lo que piensan. El gesto equivale a volver invisible –y he aquí la posible paradoja- la esfera de la cultura dentro de la cual se introduce el método del cuestionamiento y la presunta argumentación. No tomar en cuenta que la tradición filosófica misma forma parte de la esfera de la cultura impide tal vez algo de lo más valioso que puede hacerse en la educación: cuestionar la manera en que la cultura se relaciona con órdenes sociales históricamente constituidos. A cambio de eso, se naturaliza la subjetividad misma del alumno o alumna al pensar que espontáneamente se ha de cuestionar de la misma manera –y llegar a los mismos resultados- que los grandes pensadores y pensadoras de todos los tiempos.

            La naturalización de la subjetividad –“el niño naturalmente es curioso”- conduce, con ayuda del olvido de la tradición, a una situación que debiera atenderse con más cuidado. A una dinámica social bien puede bastarle con adaptar como suyas las nuevas ideas acerca de la educación para conducirlas hacia sus propios objetivos. ¿Qué tanto daño pueden hacer unos niños o adolescentes que pregunten algunas cosas, si terminan por reproducir el orden social bajo la apariencia de una actitud “crítica”? Eso puede ocurrir cuando la crítica misma es reducida al cuestionamiento que no toma en cuenta la tradición de la que surge y a la que, en un momento dado, cabría ciertamente interrogar. Parecerá que se hace mucho, cuando en realidad no se hace gran cosa.

            Aquí se requiere una explicación. El riesgo de naturalizar la subjetividad acompaña, generalmente, a una concepción de las sociedades como algo que resulta de la mera agregación de individuos. La teoría sociológica, desde Durkheim y Weber o desde Marx a la Escuela de Frankfurt, ha enfatizado algo que cuestiona aquella percepción. La subjetividad humana resulta, al menos en parte, de la manera en que las relaciones sociales constituyen a los individuos que conforman al grupo. Esta constitución tiene el aspecto de una producción, la cual sólo parcialmente depende de los valores culturales aceptados en cierto momento por una sociedad dada. Como se ha dicho ya al hablar del Manifiesto del partido comunista, bien puede ocurrir que un modo de producción económica –por ejemplo, aunque no exclusivamente- sea el que altere hasta cierto punto los valores aceptados por una sociedad determinada. Desde luego cabe la posibilidad contraria –por ejemplo, aceptar que son los valores los que alteran un orden económico, como hace Weber al hablar de la ética protestante. Lo que no conviene en modo alguno, bajo esta luz, es pensar que los individuos pueden situarse completamente por fuera del sistema de relaciones sociales de producción para emprender, si es el caso, la transformación de dicho sistema.

            Pero si se hace a un lado el sistema de relaciones sociales –incluyendo a la esfera de la cultura- se corre el riesgo de apostar por algo como una “naturaleza humana” más o menos exenta de las condiciones que aquellas relaciones le imponen. Desde luego, un proyecto crítico y emancipatorio que intente cambiar la cultura y la sociedad en general “escapando” de ellas está condenado a la irrelevancia. “Naturalizar” la subjetividad es, tal vez, la mejor manera de perpetuar un tipo de subjetividad histórica y socialmente constituido.

            ¿Por qué podría dirigirse esta sospecha a la filosofía para niños? El problema básico radica en la consideración de los estudiantes como entidades ajenas a la tradición –filosófica en este caso- que en realidad no deja de pesar sobre ellos. Esa tradición es vista más bien como algo que conviene dejar de lado para pasar directamente al cuestionamiento. Si esto es así, puede explicarse por qué los niños y niñas llegan a las mismas preguntas que Aristóteles: no exactamente porque esas preguntas surjan de su “natural curiosidad”, sino en la medida en que la cultura de la que forman parte –y ante la cual pueden volverse ciegos- es bastante aristotélica. Tal vez sea mejor saberlo de antemano. El afán de la filosofía para niños por distanciarse de la tradición filosófica –y por cuestionar la cultura escolar- puede paradójicamente contribuir a que esa tradición perdure, sólo que ahora de manera anónima y “naturalizada”.

            Resta decir, por ahora, que el riesgo de la irrelevancia puede arrastrar consigo el riesgo de la complicidad con órdenes sociales no emancipatorios. Al respecto, una pregunta iluminadora –y estremecedora- es la siguiente: ¿cómo evitar convertir a la argumentación -al menos como la entendería la filosofía para niños- en una competencia más a desarrollar en el marco de una educación dirigida a la producción capitalista de la era tecnológica? La respuesta podría tener que ver con el grado de conciencia que se adquiera respecto a las relaciones histórica y socialmente conformadas que producen ciertas formas de subjetividad. Pero, como se ha visto ya, esa conciencia es justamente lo que parece estar en riesgo.

            Tal vez la filosofía para niños pueda escapar de estos reproches con facilidad. Pero para ello tendría que demostrar que el pensamiento crítico que promueve alcanza el nivel mismo de la constitución de la subjetividad en el seno de una tradición cultural –la de Occidente, por cierto. Esta tarea luce un tanto difícil cuando es esa tradición lo que se arroja por la ventana en aras de conseguir un mayor interés por parte de los estudiantes. Pero, ¿es eso lo que hay que temer? ¿O tan sólo ocurre que la retórica beligerante de la filosofía para niños frente a la enseñanza “tradicional” produce esa impresión?
           







[1] Cfr. algunas de las novelas más representativas de la filosofía para niños: Kio y Gus, Pixie, Mark, El descubrimiento de Harry. Las novelas son editadas en castellano por Manantial, Bs. As. Una novela inspirada por la filosofía para niños, pero producida más allá del círculo inmediato de Lipman, es  El libro de Manuel y Camila (Tugendhat, Ernst, López, Celso, Vicuña, Ana María, El libro de Manuel y Camila. Diálogos sobre ética, ed. Gedisa, Barcelona, 2001).  Resulta de lo más interesante que una figura como Tugendhat colabore con un proyecto de esta naturaleza. Eso habla, sin duda, de la importancia que se le concede a la filosofía para niños en el circuito académico internacional.
[2] Cfr. Lipman, Matthew, Sharp, Ann Margaret, Osconyan, Frederick S., La filosofía en el aula, Ediciones de la Torre, Madrid, 1998. pp. 22 y 23. Cfr. .al respecto también la noción de “educación como reconstrucción” de Dewey, en Democracia y educación, Ediciones Morata, Madrid, 2001.
[3] Marx, Karl, y Engels, Friedrich, Manifiesto del partido comunista, en Marx, La cuestión judía (y otros escritos), ed. Planeta – Agostini, Barcelona, 1994, p. 250.
[4] Cfr. al respecto la posición de Peter Drucker en  Las nuevas realidades, ed. Hermes, México, 1996.
[5] Cfr. al respecto la manera en que Ronald Barnett relaciona la noción de “competencia” con una visión reduccionista acerca del desempeño en Barnett, Los límites de la competencia. El conocimiento, la educación superior y la sociedad, ed. Gedisa, Barcelona, 2001, pp 105 ss.
[6] Cfr. Lipman, Sharp y Osconyan, p. 22.
[7] Ibid., p. 23.
[8] Ibid, p. 253.
[9] Cfr. además de varios pasajes de La filosofía en el aula, a Lipman, Pensamiento complejo y educación, Ediciones de la Torre, Madrid, 1998. En el entorno de Lipman, puede mencionarse especialmente el texto de Laurance J. Splitter y Ann M. Sharp, La otra educación. Filosofía para niños y la comunidad de indagación, ed. Manantial, Buenos Aires, 1996.
[10] Cfr. Lipman, Sharp y Osconyan, p. 24.
[11] Ibid., pp. 43 ss.

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