Desde
su surgimiento hace ya décadas, el movimiento pedagógico encabezado por Matthew
Lipman y llamado por él “filosofía para niños” ha suscitado tal vez algunas
resistencias, pero también el entusiasmo de un buen número de educadores y
educadoras más allá de las fronteras de los Estados Unidos. Como se sabe, se
trata de un método –pero también de unos contenidos- que involucran a los
infantes desde los niveles más elementales en “comunidades de cuestionamiento”
que permiten el ejercicio del examen y la argumentación en torno a problemas
planteados en narraciones –llamadas “novelas”- diseñadas al efecto. Ciertamente
se trata de temas filosóficos que bien podrían interesar a cualquiera: la
ética, la epistemología, la naturaleza misma del universo, la organización
social…. Todo ello desfila por las
páginas de las novelas escritas por Lipman y otros autores[1].Pero
el entusiasmo debe ser mediado por la precaución crítica. Algunos aspectos de
la filosofía para niños apuntan en una dirección que no necesariamente resulta
la más deseable cuando se le ve de cerca. ¿Por qué?
Toda propuesta
pedagógica se sitúa, tal vez por su propia naturaleza, en la esfera de las
relaciones culturales que permean eso que Habermas llamaría “mundo de la vida”,
el mundo de concepciones y significados compartidos por una comunidad social y
sobre el cual, como si de un telón de fondo se tratase, se desenvuelven las
existencias de las personas. Pero la apuesta de buena parte de las pedagogías
es más amplia: la transformación –o como diría John Dewey, una de las inspiraciones
más importantes de Lipman, la “reconstrucción”- de las sociedades mismas[2].
Esta aspiración lleva consigo un riesgo que vale la pena esclarecer: ¿basta con
una modificación en la esfera de la cultura para conseguir una transformación
social en sentido emancipatorio respecto a lo que hoy día nos oprime o nos
excluye?
Si
la respuesta fuera negativa, cualquier pedagogía que se propusiese la
transformación social correría el riesgo de colapsar en la irrelevancia, o en
el peor de los casos de convertirse en un instrumento de legitimación para
órdenes sociales no necesariamente deseables o compatibles con las aspiraciones
emancipatorias. ¿Cómo puede ser que ocurra esto?
Una
pedagogía colapsa en la irrelevancia si sus resultados no alcanzan a
transformar las relaciones sociales según lo que ella misma se propone. Tal
fenómeno puede describirse de la siguiente manera: la esfera de la cultura
contiene principalmente valoraciones acerca de la realidad en general, y de la
realidad humana en particular. Esas valoraciones, sobra decirlo, pueden ser
modificadas por la educación. Pero esta última bien puede limitarse a arañar,
por así decirlo, la superficie de la cultura sin llegar al nivel en el que las
alteraciones incidan en la dinámica social completa. El problema se agudiza
cuando la misma dinámica social, por su parte, apunta también hacia la
transformación de la esfera de la cultura –con o sin la ayuda de prácticas
pedagógicas. Entre la dinámica social completa y la mera esfera de la cultura,
la relación de fuerzas luce lo suficientemente desigual como para esperar que
el cuestionamiento de unos cuantos valores consiga algo importante.
Este
último detalle conduce al segundo riesgo que se ha insinuado aquí: el de que
una pedagogía se convierta, a pesar de sus propias intenciones explícitas, en
un aliado para la legitimación de órdenes sociales que marchan en contra de las
aspiraciones emancipatorias. ¿Cómo puede ocurrir esto? La dinámica social puede
apuntar, por su propia cuenta, a una transformación de la esfera de la cultura
que permita reforzar esa misma dinámica. Un ejemplo que puede aclarar esto se
encuentra en el Manifiesto del partido
comunista de Marx y Engels: las relaciones de producción de la llamada
“época de la burguesía” termina por abatir los valores aceptados en las eras
anteriores en aras del capitalismo: “la burguesía despojó de su halo de
santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso
acatamiento”[3].
Sin conceder la rígida distinción entre “infraestructura” económica y
“superestructura” ideológica esgrimida por algunos marxistas, lo que puede
aceptarse es que una sociedad orientada en cierta dirección bien puede abatir
viejos valores para encontrarse otros que resulten más adecuados a las nuevas
condiciones.[4]
Tal
vez eso tenga que decirse de la época actual, marcada por la expansión global
de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Esos logros
tecnológicos modifican profundamente la naturaleza de las relaciones sociales
en varios sentidos. Y tal parece que el viejo capitalismo intenta adaptarse al
nuevo mundo. La reducción del papel de los estados en la regulación de la
economía puede entenderse como el contrapunto necesario a la velocidad con la
que los flujos de capital, montados sobre los asombrosos flujos de la
información, rompen las viejas barreras. Y tal vez la intención de formar
“profesionales competentes” en las escuelas sea parte de este fenómeno, si la
competencia se entiende ante todo como adaptabilidad al mundo de la producción
informática.[5]
Pero,
de vuelta al tema principal: ¿hay razones para imaginar que la filosofía para
niños corra el riesgo de colapsar en la irrelevancia, o incluso de contribuir a
la legitimación del orden social capitalista que se adapta a las nuevas condiciones?
Sin que se diga que estos riesgos son inevitables, algunos aspectos de la
posición de Lipman y sus colaboradores tendrían que encender las luces de
alerta.
Y
es que tal vez Lipman dirija sus principales baterías críticas en contra de los
enemigos equivocados. Al igual que otros pedagogos, nuestro autor se sitúa
frente a lo que cabría llamar “educación tradicional”. Por este término
particularmente impreciso pueden entenderse muchas cosas, sin que quede claro
siquiera si alguna vez ha existido algo así –como no sea, tal vez, por el hecho de que
siempre han existido maestros, alumnos y salones de clase. Para el caso de
Lipman, la educación tradicional parece describirse en pasajes como el
siguiente:
(…) La
“taxonomía de los objetivos educativos”, muy en boga, ha establecido una
especie de pirámide de funciones cognitivas, cuya ignominiosa base estaría
formada por el recuerdo de hechos confusos y cuya excelsa cúspide estaría
formada por las habilidades analíticas y evaluativas. Según esto, era muy fácil
que los profesores, pedagogos y los que desarrollan los planes de estudios,
llegaran a la conclusión de que la educación debía partir necesariamente del
nivel más bajo hasta llegar a las funciones más altas.[6]
La
filosofía para niños tendría que enfrentarse a la idea –equivocada según Lipman
y sus colaboradores- que indica que el conocimiento escolar debe conducirse por
niveles marcados por las presuntas capacidades de los educandos. Frente a esto,
se propone la atractiva posibilidad de “hacer filosofía” ya desde el jardín de
infantes. Esa manera de trabajar se identifica, como se ha dicho ya, con las
aspiraciones de John Dewey:
(…) Sin duda fue Dewey quien, en los
tiempos modernos, previó que la educación tendría que ser redefinida como el
fomento de la capacidad de pensar, en vez de ser una transmisión de
conocimientos; que no podría haber ninguna diferencia entre el método que el
profesorado sigue de hecho en su enseñanza, y el método por el que se espera
que enseñe; que la lógica de una disciplina no debe confundirse con la
secuencia de descubrimientos que constituirían su conocimiento; que se estimula
mejor la reflexión del alumno mediante su experiencia vital, que con un texto
disecado y organizado formalmente; que el razonamiento se agudiza y perfecciona
con la discusión ordenada, mejor que con ninguna otra cosa y que las
habilidades de razonamiento son esenciales para leer y escribir bien; y que la
alternativa al adoctrinamiento de los alumnos en los valores es ayudarles a
reflexionar eficazmente sobre los valores que continuamente se les están
presentando.[7]
A
primera vista es difícil estar en desacuerdo con tan loables intenciones. De
hecho, algunas de ellas –que el método esperado por parte de los docentes
coincida con el que efectivamente utilizan, por ejemplo- son impecables: ¿cómo
se podría querer otra cosa? Y bien, ¿qué es lo que ofrece Lipman para cumplir
con este programa? Se trata de algo relativamente conocido ya: las “comunidades
de cuestionamiento” donde los niños y niñas discuten, guiados por el profesor o
profesora, en torno a temas propuestos a través de novelas didácticas que
abordan diversos problemas (Kio y Gus,
Suki, El descubrimiento de Filio Episteme, etcétera). Lipman espera que
esas discusiones guiadas “estimulen la reflexión del alumno mediante su
experiencia vital” y, a la larga, contribuyan a hacer de los infantes personas
acostumbradas a echar mano del pensamiento filosófico como guía para su vida
diaria: “(…) Filosofía para Niños se vuelve a la lógica de la acción racional y
a sus orientaciones para conseguir una conducta razonable”[8]
Así,
según el ideal de Lipman, las aulas de clase terminarían por convertirse en
comunidades donde los estudiantes y los profesores indagarán, al estilo de
Sócrates, en los problemas que aparecen en cuanto se presta atención a alguna
de las certezas más cotidianas. ¿Cómo podría objetarse esa meta? Si se
consiguiera, los alumnos y alumnas aprenderían a vivir la vita philosophica “digna de ser vivida”, según el dicho del maestro
de Atenas. Y se esperaría de ellos y ellas que, al crecer, se convirtieran en
individuos capaces de reconstruir las sociedades en algún sentido positivo y
deseable –tal como lo esperaba, por cierto, el mismo Dewey.
Sin
embargo, los problemas asoman en cuanto se presta atención a ciertos detalles.
Algunos de ellos son meramente instrumentales, mas no por ello dignos de ser
dejados a un lado. La argumentación es un asunto más bien complejo, que
requiere –incluso en el caso del llamado “razonamiento informal”- un cierto
aprendizaje y una cierta práctica: ¿cómo distinguir, en general, un argumento
válido de uno que no lo sea? ¿Es más sólido un argumento mediante ejemplos que
una analogía? ¿En qué casos? ¿Cómo detectar disyunciones incluyentes para no
confundirlas con disyunciones excluyentes? ¿Debe la semántica jugar algún papel
destacado en el razonamiento deductivo –al estilo de Aristóteles- o basta con
atender a las formas sintácticas de los razonamientos –como preferiría el
Círculo de Viena? ¿Qué tan legítima es la inducción, o de qué manera puede
considerársele válida? ¿Qué tipos de falacias son comunes en cualquier
razonamiento? Como puede imaginarse, los profesores necesitarían un bagaje
teórico bastante importante. A menos que se considere, claro está, que el
razonamiento es un proceso estrictamente natural que no hace sino esperar a ser
desarrollado por las personas. Pero esa postura, sostenida por Piaget por
ejemplo, comienza a parecerse un poco al supuesto de una “taxonomía de
objetivos educativos”, ¡justo lo que Lipman y sus colaboradores rechazan! Si
las técnicas de razonamiento deben ser aprendidas (es decir, si no son
“naturales”), es de esperarse que los profesores las dominen antes de usarlas
en la comunidad de cuestionamiento. Claro está que los libros de Lipman ofrecen
algunas pistas a los docentes[9].
La cuestión es si esas indicaciones bastan, o si es necesario replantear desde
el principio la formación misma de los educadores.
Pero
hay algo más allá de las dificultades que entraña la implementación del método
en contextos donde los profesores y profesoras no necesariamente están
familiarizados con los recovecos de la argumentación. Notoriamente –al igual
que Dewey- Lipman desconfía de los métodos de enseñanza que echen mano de la
“terminología hermética” que caracteriza al estudio de las ciencias en general
y de la filosofía en particular[10].
Tal parece que Lipman considera particularmente nocivo el hecho de que los
estudiantes enfrenten la filosofía con ayuda de los clásicos de la tradición. A
cambio, propone algo como un periodo transicional –expresado en el uso de sus
novelas- que permita que, en algún momento futuro, el saber filosófico quede al
alcance de cualquiera con ayuda de nuevos y atractivos libros y que aquéllos
que se interesen en el tema puedan, algún día, buscar por su cuenta a Platón, a
Aristóteles y a los otros clásicos en los textos originales[11]. Esto
último, por cierto, bien podría ocurrir ad
calendas graecas: ¿cómo asegurar que exista alguna vez alguien interesado
en adentrarse en los Diálogos o en la
Metafísica, si un sencillo manual le
ha permitido ya conocer lo indispensable al respecto? Sin embargo, ése es un
detalle secundario.
Más
importante resulta lo que podría considerarse el punto de vista general de
Lipman. De acuerdo con dicho punto de vista, los problemas de la educación
podrían combatirse por medio de la introducción de un método que cuestiona la
enseñanza llamada “tradicional”. Ese método altera el funcionamiento del salón
de clase y de la didáctica al promover el cuestionamiento donde habitualmente
no se echa mano de él. Y, a la larga, se espera que ello contribuya a la
formación de ciudadanos y ciudadanas críticos y responsables frente a la
sociedad de la cual forman parte. Todo esto, por desgracia, puede limitarse a
“arañar” la esfera de la cultura, según se ha dicho al principio. Si tal cosa
ocurre, la dinámica social a la que se apunta con la intención de “reconstruirla”
bien puede terminar por engullir las buenas intenciones.
¿Por
qué? Hay una paradoja, al menos aparente, en la actitud de Lipman frente a la
tradición filosófica. Cuando se confía en que los mismos problemas de Platón,
de Aristóteles o de quien sea pueden ser descubiertos por medio del
cuestionamiento dirigido, se asume de alguna manera que esos problemas aparecen
“naturalmente” ante el niño o la niña curiosos que se detienen a reflexionar
acerca de lo que piensan. El gesto equivale a volver invisible –y he aquí la
posible paradoja- la esfera de la cultura dentro de la cual se introduce el
método del cuestionamiento y la presunta argumentación. No tomar en cuenta que
la tradición filosófica misma forma parte de la esfera de la cultura impide tal
vez algo de lo más valioso que puede hacerse en la educación: cuestionar la
manera en que la cultura se relaciona con órdenes sociales históricamente
constituidos. A cambio de eso, se naturaliza la subjetividad misma del alumno o
alumna al pensar que espontáneamente se ha de cuestionar de la misma manera –y
llegar a los mismos resultados- que los grandes pensadores y pensadoras de
todos los tiempos.
La
naturalización de la subjetividad –“el niño naturalmente es curioso”- conduce,
con ayuda del olvido de la tradición, a una situación que debiera atenderse con
más cuidado. A una dinámica social bien puede bastarle con adaptar como suyas
las nuevas ideas acerca de la educación para conducirlas hacia sus propios
objetivos. ¿Qué tanto daño pueden hacer unos niños o adolescentes que pregunten
algunas cosas, si terminan por reproducir el orden social bajo la apariencia de
una actitud “crítica”? Eso puede ocurrir cuando la crítica misma es reducida al
cuestionamiento que no toma en cuenta la tradición de la que surge y a la que,
en un momento dado, cabría ciertamente interrogar. Parecerá que se hace mucho,
cuando en realidad no se hace gran cosa.
Aquí
se requiere una explicación. El riesgo de naturalizar la subjetividad acompaña,
generalmente, a una concepción de las sociedades como algo que resulta de la
mera agregación de individuos. La teoría sociológica, desde Durkheim y Weber o
desde Marx a la Escuela de Frankfurt, ha enfatizado algo que cuestiona aquella
percepción. La subjetividad humana resulta, al menos en parte, de la manera en
que las relaciones sociales constituyen a los individuos que conforman al
grupo. Esta constitución tiene el aspecto de una producción, la cual sólo
parcialmente depende de los valores culturales aceptados en cierto momento por
una sociedad dada. Como se ha dicho ya al hablar del Manifiesto del partido comunista, bien puede ocurrir que un modo de
producción económica –por ejemplo, aunque no exclusivamente- sea el que altere
hasta cierto punto los valores aceptados por una sociedad determinada. Desde
luego cabe la posibilidad contraria –por ejemplo, aceptar que son los valores
los que alteran un orden económico, como hace Weber al hablar de la ética
protestante. Lo que no conviene en modo alguno, bajo esta luz, es pensar que
los individuos pueden situarse completamente por fuera del sistema de
relaciones sociales de producción para emprender, si es el caso, la
transformación de dicho sistema.
Pero
si se hace a un lado el sistema de relaciones sociales –incluyendo a la esfera
de la cultura- se corre el riesgo de apostar por algo como una “naturaleza
humana” más o menos exenta de las condiciones que aquellas relaciones le
imponen. Desde luego, un proyecto crítico y emancipatorio que intente cambiar
la cultura y la sociedad en general “escapando” de ellas está condenado a la
irrelevancia. “Naturalizar” la subjetividad es, tal vez, la mejor manera de
perpetuar un tipo de subjetividad histórica y socialmente constituido.
¿Por
qué podría dirigirse esta sospecha a la filosofía para niños? El problema
básico radica en la consideración de los estudiantes como entidades ajenas a la
tradición –filosófica en
este caso- que en realidad no deja de pesar sobre ellos. Esa tradición es vista
más bien como algo que conviene dejar de lado para pasar directamente al
cuestionamiento. Si esto es así, puede explicarse por qué los niños y niñas
llegan a las mismas preguntas que Aristóteles: no exactamente porque esas
preguntas surjan de su “natural curiosidad”, sino en la medida en que la
cultura de la que forman parte –y ante la cual pueden volverse ciegos- es
bastante aristotélica. Tal vez sea mejor saberlo de antemano. El afán de la
filosofía para niños por distanciarse de la tradición filosófica –y por
cuestionar la cultura escolar- puede paradójicamente contribuir a que esa
tradición perdure, sólo que ahora de manera anónima y “naturalizada”.
Resta
decir, por ahora, que el riesgo de la irrelevancia puede arrastrar consigo el
riesgo de la complicidad con órdenes sociales no emancipatorios. Al respecto,
una pregunta iluminadora –y estremecedora- es la siguiente: ¿cómo evitar
convertir a la argumentación -al menos
como la entendería la filosofía para niños- en una competencia más a
desarrollar en el marco de una educación dirigida a la producción capitalista
de la era tecnológica? La respuesta podría tener que ver con el grado de
conciencia que se adquiera respecto a las relaciones histórica y socialmente
conformadas que producen ciertas formas de subjetividad. Pero, como se ha visto
ya, esa conciencia es justamente lo que parece estar en riesgo.
Tal
vez la filosofía para niños pueda escapar de estos reproches con facilidad.
Pero para ello tendría que demostrar que el pensamiento crítico que promueve
alcanza el nivel mismo de la constitución de la subjetividad en el seno de una
tradición cultural –la de Occidente, por cierto. Esta tarea luce un tanto
difícil cuando es esa tradición lo que se arroja por la ventana en aras de
conseguir un mayor interés por parte de los estudiantes. Pero, ¿es eso lo que
hay que temer? ¿O tan sólo ocurre que la retórica beligerante de la filosofía
para niños frente a la enseñanza “tradicional” produce esa impresión?
[1]
Cfr. algunas de las novelas más representativas de la filosofía para niños: Kio y Gus, Pixie, Mark, El descubrimiento de
Harry. Las novelas son editadas en castellano por Manantial, Bs. As. Una
novela inspirada por la filosofía para niños, pero producida más allá del
círculo inmediato de Lipman, es El libro de Manuel y Camila (Tugendhat,
Ernst, López, Celso, Vicuña, Ana María, El
libro de Manuel y Camila. Diálogos sobre ética, ed. Gedisa, Barcelona, 2001). Resulta de lo más interesante que una figura
como Tugendhat colabore con un proyecto de esta naturaleza. Eso habla, sin
duda, de la importancia que se le concede a la filosofía para niños en el
circuito académico internacional.
[2] Cfr.
Lipman, Matthew, Sharp, Ann Margaret, Osconyan, Frederick S., La filosofía en el aula, Ediciones de la
Torre, Madrid, 1998. pp. 22 y 23. Cfr. .al respecto también la noción de
“educación como reconstrucción” de Dewey, en Democracia y educación, Ediciones Morata, Madrid, 2001.
[3] Marx,
Karl, y Engels, Friedrich, Manifiesto del
partido comunista, en Marx, La
cuestión judía (y otros escritos), ed. Planeta – Agostini, Barcelona, 1994,
p. 250.
[4]
Cfr. al respecto la posición de Peter Drucker en Las
nuevas realidades, ed. Hermes, México, 1996.
[5]
Cfr. al respecto la manera en que Ronald Barnett relaciona la noción de
“competencia” con una visión reduccionista acerca del desempeño en Barnett, Los límites de la competencia. El
conocimiento, la educación superior y la sociedad, ed. Gedisa, Barcelona,
2001, pp 105 ss.
[6] Cfr.
Lipman, Sharp y Osconyan, p. 22.
[7]
Ibid., p. 23.
[8]
Ibid, p. 253.
[9]
Cfr. además de varios pasajes de La
filosofía en el aula, a Lipman, Pensamiento
complejo y educación, Ediciones de la Torre, Madrid, 1998. En el entorno de
Lipman, puede mencionarse especialmente el texto de Laurance J. Splitter y Ann
M. Sharp, La otra educación. Filosofía
para niños y la comunidad de indagación, ed. Manantial, Buenos Aires, 1996.
[10] Cfr.
Lipman, Sharp y Osconyan, p. 24.
[11] Ibid.,
pp. 43 ss.
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