Colaboración
para Radiosofía.
16
de febrero de 2013.
En
días pasados el Congreso de la Unión hizo acuse de recibo de la llamada reforma
educativa por parte de las legislaturas de una mayoría de los estados de la
federación. De acuerdo con el procedimiento del Constituyente Permanente, eso
implica que dicha reforma ha sido aprobada por completo, y tan solo hace falta
que el presidente de la república la publique en el Diario Oficial para que se le
considere plenamente vigente. Pero, a pesar del nombre que sus propios
impulsores y los medios de comunicación le han dado, ¿puede decirse realmente
que se trata de una reforma educativa?
Veamos
con cierto detalle. La reforma consiste en lo siguiente: se adiciona la
fracción III del artículo 3º de la Constitución para indicar que el ingreso al
servicio docente y a los cargos de dirección y supervisión para los niveles
básico y medio superior dependerá de concursos de oposición; además, se añade
una fracción IX que describe las atribuciones del Instituto Nacional para la
Evaluación de la Educación e indica la manera en que se designarán los miembros
de su Junta de Gobierno. Por otra parte, se adiciona la fracción XXV del
artículo 73 para colocar bajo la potestad del Congreso de la Unión la supervisión
de la educación que imparte el Estado, así como la promoción de su mejora
continua. En un país en el que el sindicato de profesores llegó a convertirse
en el factótum de las políticas
educativas, que el Estado determine quién ha de estar en las aulas mediante
concursos de oposición y que sea el poder legislativo quien supervise y
promueva el cumplimiento de los fines de la educación parece una buena noticia.
Sin embargo, no es posible compartir el optimismo que parece embargar a los
diferentes actores políticos.
Desde
luego, y en primer lugar, no tenemos buenas razones para suponer que el poder
de la lideresa vitalicia del magisterio, Elba Esther Gordillo, sufra merma
significativa: pesa sobre la reforma la sospecha de que algún oscuro acuerdo
entre ella y el actual gobierno garantizará que tras el maquillaje de la
reforma se mantenga el viejo aparato del poder corporativo –incluso puesto de
nuevo al servicio del Partido Revolucionario Institucional. Pero a esta
desconfianza política debe añadirse un juicio sereno sobre los alcances de la
reforma en cuestión: como puede apreciarse en el texto de la misma, ella se
concentra en la manera en que los profesores y profesoras han de ser
contratados y evaluados por el Estado. No hay en el texto de la propuesta que
ha sido ya aprobada una sola palabra sustantiva que indique el rumbo que ha de
tomar la educación de este país, más allá de expresiones retóricas sin
contenido definido.
Es
decir: la presunta reforma educativa del gobierno de Peña Nieto en realidad debe
considerarse como una suerte de complemento para la reforma laboral aprobada
todavía en tiempos de Felipe Calderón. Se trata del complemento que regula las
contrataciones de docentes y su permanencia en el servicio, pero no puede
decirse que sea mucho más que eso. Es comprensible el forcejeo entre el
sindicato magisterial y las nuevas autoridades, pues los mecanismos de
contratación son en buena medida la base del poder corporativo concentrado en
las manos de la maestra Elba Esther. Pero es de llamar la atención que ese
forcejeo no tenga nada que ver con los contenidos de la educación, los planes y
programas, y menos todavía con los fines que deben perseguirse en la acción del
estado en este sensible terreno.
Esto
significa, en pocas palabras, que el desastre educativo puede seguir su curso
pernicioso en un nuevo ambiente laboral. Nada se hará por mejorar la formación
de los niños, niñas y jóvenes en lo que concierne a la adquisición de los
instrumentos que les permitirían convertirse en dueños de la cultura y la
sociedad y no ya en sus simples reproductores. Y del pensamiento crítico que la
filosofía podría aportar en esos niveles iniciales de la educación, ni siquiera
cabe hablar.
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