Conferencia para el bachillerato de
Histórico – Sociales.
Escuela Preparatoria Indígena
Intercultural de Santa Fe de la Laguna.
28 de febrero de 2013.
Platón
de Atenas (427 – 347 a.C.) fue, sin lugar a dudas, quien dio a la historia de
la filosofía de occidente la forma que le conocemos aún hoy día. Y entre otras
cosas, fue también quien planteó los problemas fundamentales para el
pensamiento político: ¿cuál es la mejor manera en que los seres humanos,
agrupados en sociedad, pueden organizar sus asuntos? ¿Cómo puede justificarse
elegir precisamente esa forma de gobierno y no alguna otra? ¿De qué manera
deben ser electos los gobernantes? ¿Qué es lo que tienen que hacer éstos para
llevar a la práctica aquello que favorezca los intereses de todos y todas?
En
la obra de Platón, esas preguntas se relacionan íntimamente con lo que él
consideraba la tarea general de la filosofía: la contemplación de la verdad más
profunda que subyace a la realidad toda, es decir, el conocimiento de aquello
que es “en sí mismo” y que no necesita de otra cosa para ser lo que es. En
otras palabras, la filosofía política de Platón no se disocia del resto de su
pensamiento, y en especial de la teoría de las Ideas. A tal grado llega este
compromiso con dicha teoría que en República,
el diálogo en el que Platón aborda de lleno el problema de la mejor forma en
que las personas deben organizarse, la teoría de las Ideas y su relación con el
conocimiento ocupan el lugar central[1].
Un estudio general de las intenciones del padre de la filosofía en los terrenos
de la política debe, por tanto, incluir la manera en que los gobernantes han de
ser selectos precisamente sobre la base que la teoría de las Ideas y sus
consecuencias prácticas proporcionan a cualquier pensamiento verdadero digno de
ese nombre.
Pero,
por otra parte, los problemas que la teoría de las Ideas arrastra consigo se
expresarán de manera peculiar en los terrenos de la política. ¿Qué tan viable
es que sean los filósofos quienes gobiernen a los demás? Y, ¿qué tan deseable,
además, es que tal cosa ocurra? ¿Realmente pueden esperarse los mejores
resultados de esa especie de “aristocracia del espíritu” que se deriva de las
intuiciones de República? ¿Pueden
conjugarse la búsqueda de la justicia en sí misma y la mejor vida posible para
cualquiera en el seno del estado gobernado por los reyes – filósofos de Platón?
Aquí se intentará, sin entrar en demasiados detalles, explorar tanto la
posición de nuestro filósofo como revisar las dificultades que su postura en
este ámbito lleva consigo.
La
herencia de Sócrates.
Platón,
discípulo de Sócrates, acepta que una vida sin reflexión y sin análisis ni
siquiera es digna de ser vivida. De manera que es el propio “amor a la
sabiduría” -la philosophía- el
criterio para distinguir entre maneras de existir en este mundo. La contraparte
de esta afirmación es, desde luego, que otras formas de vida no resultan tan
deseables como aquélla. ¿Cómo conviene entender esto?
La
filosofía era para Sócrates una interrogación constante acerca de lo que puede
ser conocido “en sí mismo”, y no por medio de ejemplificaciones o a través de
la multiplicidad de lo sensible[2].
Frente a los ciudadanos comunes y corrientes de Atenas, Sócrates no se
conformaba con decir que las cosas son lo que habitualmente se piensa de ellas;
frente a los sofistas, imaginaba que hay manera de descubrir respuestas que
fuesen válidas para cualquiera que se interrogara honestamente sobre cualquier
tema. Además, para él, los problemas más importantes tenían que ver con las
virtudes que las personas debían practicar para llevar adelante sus vidas de la
mejor manera posible, y no tanto con la raíz o arjé de la naturaleza. Así, la tarea socrática –tal y como es
retratada por Platón en los primeros diálogos- se define como la búsqueda de lo
que es en sí mismo lo justo, lo bueno, lo bello, lo piadoso, lo valiente. Al
parecer, el maestro de Platón confiaba
en que el conocimiento de tales conceptos permitiría a cualquiera conducir su
vida de acuerdo con la virtud, y no según las pasiones que cada quien
alimentara o según lo que cada cual entendiera superficialmente respecto a la
realidad humana.[3]
De
manera que la virtud –la areté o
“excelencia”- estaría, para Sócrates, al alcance de quien dedicara su vida a la
indagación de lo que es virtuoso “en sí mismo”. Otras formas de vida –la del
guerrero, la del político, la del comerciante o el artesano- tendrían por
necesidad que ser peores que la existencia guiada por la filosofía. Por
supuesto, esta manera de ver las cosas se expone a importantes críticas:
¿realmente basta con el conocimiento de la virtud para vivir virtuosamente?
Décadas más tarde, Aristóteles construiría su propio sistema ético sobre la
base de la desconfianza frente a esa idea socrática: la virtud tendría que
adquirirse a través de la práctica constante, porque su mero conocimiento nunca
hace a nadie inmediatamente bueno[4]. Pero por lo pronto basta con saber que Platón
no se apartará significativamente de su maestro en este punto.
Lo
que cambiará será la base ontológica sobre la cual Platón construirá su propia
filosofía práctica. Consciente tal vez de que el socratismo no alcanzaba a dar
plena respuesta a la pregunta acerca de la naturaleza de las virtudes, Platón
propone que las “cosas en sí” son Paradigmas o Ideas: un cierto tipo de
entidades meramente inteligibles, pero plenamente reales y que habitan un plano
distinto al de las cosas sensibles. De modo que, para él, fue necesario
plantear un “mundo de las Ideas”, distinto al mundo del devenir y sustento de
este último. Las diversas cosas –y las personas- que en esta tierra son buenas,
bellas, valientes o justas lo son en la medida en que participan de Lo Bueno,
Lo Bello, Lo Valiente o Lo Justo en sí mismo. Así, por decirlo llanamente,
Platón convierte en entidades lo que en Sócrates son definiciones o conceptos.
Ésta es, en muy pocas palabras, la teoría de las Ideas.
El
gobierno de los justos.
Hay
una ventaja importante que se adquiere con dicha teoría. Cuando “Lo Bueno”, “Lo
Justo” y las demás virtudes son, en sentido estricto, “cosas” que pueden ser
conocidas plenamente, entonces ya no hay modo de confundirse con definiciones
alternativas propuestas por los sofistas o por alguien más: sólo será correcto
el conocimiento de las Ideas, y cualquier otra opinión con pretensiones de
verdad será errónea. Desde luego hay un precio a pagar, aunque tal vez a Platón
no le pareciera algo terrible: las Ideas serían objetos de conocimiento, pero
definitivamente –al no pertenecer a este mundo- no de conocimiento sensible.
Sólo por medio del “ojo del alma” sería posible acceder a ellas, superando
desde luego las variables y múltiples opiniones –la doxa- suscitadas por las apariencias. Como era de esperarse, el
conocimiento intelectual de las Ideas es justamente la tarea que quien se asume
como filósofo tiene frente a sí. Y, claro está, el filósofo genuino –alguien
como Sócrates- es quien verdaderamente contempla a las Ideas a través del
recuerdo que su alma guarda de ellas –pues esa alma ya ha estado en el mundo de
las Ideas entre una encarnación y otra, y ha sido allá que las ha “visto”
directamente[5].
Las
consecuencias para la filosofía práctica de Platón son contundentes, aunque
bastante coherentes con su ontología y su teoría del conocimiento. La ética
platónica es tan intelectualista como la que se puede atribuir a Sócrates. Esto
quiere decir que el conocimiento de las Ideas arrastra al alma en forma
irresistible: ya no satisfará al filósofo otra cosa sino la posesión de ese
Bien cuyo recuerdo ha encontrado en sí mismo. Y sus actos, entonces, no se
conducirán de otra manera sino en función de la búsqueda de las Ideas mismas
–la vida no será sino esa “preparación para la muerte” proclamada por Sócrates.
Pero, ¿qué hay respecto a la política propiamente dicha?
En
República puede encontrarse la
respuesta a esa pregunta. Puede pensarse que si la forma de vida preferible
entre otras es la del filósofo que busca la amistad con las Ideas, tendrían que
ser forzosamente los filósofos los mejores –y los más felices y dignos- entre
todos los seres humanos. Pero, ¿basta esto para afirmar, como Platón lo hace,
que han de ser los filósofos quienes conduzcan los asuntos del Estado? El
argumento que concluye en tal afirmación es distinto. En primer lugar, la
sociedad humana se constituye en vistas del bien de la totalidad social, eso
que más tarde será conocido como “el bien común”. No hay, entonces,
justificación para la existencia de un gobierno si no es la felicidad de la
comunidad misma –y no la dicha de los propios gobernantes, como la experiencia
de la política griega de aquellos tiempos podría sugerir en ocasiones[6].
En segundo lugar, la justicia ha de buscarse en primer lugar para el Estado
mismo; sólo si se cumple esta condición será posible esperar que las vidas de
los individuos sean justas –y no viceversa[7].
En
otras palabras: más que colocar el énfasis en el hecho de que la mejor forma de
vida humana merece encontrarse en la cúspide del poder político, Platón se
preocupa por la necesidad de que la justicia en la sociedad permita,
eventualmente, la existencia de personas justas. Así, desde el punto de vista
de la política o, más precisamente, de la teoría de las formas de gobierno,
Platón entiende que los filósofos han de ser los reyes de la comunidad porque
sólo de esa manera se garantiza la posibilidad del “bien común”. Es este
término, y no tanto el derecho al ejercicio del poder, el que guía el esbozo de
la ciudad ideal que el personaje “Sócrates” emprende en República, ante los cuestionamientos de sus jóvenes interlocutores.
De
hecho, el filósofo –o la filósofa, pues es posible que sea una mujer quien se
encuentre dispuesta para la contemplación de las Ideas- preferiría sin duda
dedicar sus energías y su tiempo al conocimiento de Lo Bueno, Lo Bello o Lo
Justo mucho más que entretenerse en los fastidiosos asuntos del gobierno. Los
filósofos – reyes de República
tendrían prácticamente que ser forzados por su sentido del deber para hacerse
cargo de tales asuntos; si por ellos y ellas fuera, se dedicarían
permanentemente a la indagación de lo verdadero siguiendo el ejemplo de
Sócrates.
No
debe extrañar que Platón dedique partes sustanciales de República a la explicación del orden social más conforme al
gobierno de los reyes – filósofos – las partes que van de los libros II al V. Y
tampoco debiera causar asombro que, justo después de plantear por extenso la
teoría de las Ideas, el libro VII se concentre en la manera en que los
candidatos a gobernantes han de ser seleccionados de entre todos los estratos
sociales y educados durante casi toda su vida –hasta los cincuenta años- para
cumplir su función. Habituar al “ojo del alma” a la familiaridad con las Ideas
es asunto complicado, y sólo pueden cumplir con dicha tarea ciertas
personalidades naturalmente dispuestas para ello –hombres y mujeres cuyas almas se han
purificado, tal vez, a lo largo de muchas estancias en el mundo sensible. Pero
si se respeta escrupulosamente el proceso de selección y educación el resultado
no puede ser más aceptable: los conocedores de la verdad, y no otros, serán
quienes establezcan la justicia en la sociedad y quienes conduzcan a los demás
como pastores a un rebaño. No se trata exactamente de una sociedad democrática;
pero la falta de libertad se compensa ampliamente con la consecución del bien
común.
Hay
problemas importantes que saltan a la vista aquí. Dichos problemas pueden
sintetizarse en dos preguntas: ¿es posible un orden social como el que Platón
imagina? Y en el caso de que sea posible, ¿es algo que genuinamente deba
desearse o perseguirse? Respecto a esta última cuestión, ¿cuál es el precio a
pagar cuando se decide colocar al bien común –a la justicia en la sociedad- por
encima de cualquier otra meta de tipo político?
¿Qué
tan bueno es el bien común?
Respecto
a la factibilidad del proyecto de República,
debe decirse que Platón sostiene una posición un tanto ambigua. Por una parte,
su personaje “Sócrates” reconoce ante sus escuchas que está hablando en
términos más bien utópicos, con la intención de presentar un modelo de orden
social que debiera seguirse para mejorar la forma de vida en las ciudades, y no
tanto un programa que deba cumplirse punto por punto[8].
Pero, por la otra, el personaje parece hablar en muchas ocasiones como quien
efectivamente traza un programa, y llega incluso a imaginar las causas de la
decadencia de un estado gobernado por los filósofos[9].
En este último caso acepta que ni siquiera “los mejores guardianes” pueden
evitar que las cosas salgan mal a fin de cuentas; ¿cuál es el sentido de
semejante observación si lo que se plantea es un mero modelo normativo y no
algo que se espere llevar a la práctica? Al igual que en muchos otros casos,
aquí la obra de Platón se envuelve en misterios que los especialistas siguen
discutiendo hoy día.
Pero
puede aceptarse, provisionalmente, lo que nuestro autor dice a la letra: el de República es un modelo que se propone
para llevar a cabo la reorganización de la sociedad del mejor modo posible.
¿Qué tan deseable resulta seguir semejante propuesta? ¿Es, en verdad, el “bien
común” o la realización de la justicia la mejor meta que un grupo de personas
puede proponerse? Y, ¿debe esa meta efectuarse según la manera en que Platón lo
sugiere, es decir, bajo el gobierno de quienes conocen la verdad?
“Bien
común” es un término que resulta demasiado atractivo a primera vista como para estar
en desacuerdo con lo que sea que signifique. De manera que, para emprender el
análisis de la conveniencia o inconveniencia del bien común como meta de la
política hay que detenerse para dotarlo de algún contenido más o menos claro. No
es prudente suponer que ese contenido sea algo que cualquiera pueda aceptar sin
controversia: para ello, tendría que resultar mucho más nítido de lo que
efectivamente es. Así que, para efectos de lo que aquí interesa, conviene
atenerse a lo que Platón entendería por tal cosa en el contexto de República: como se ha dicho ya, el bien
común sería la realización de la virtud de la justicia en el ámbito del Estado
como condición para la existencia de individuos justos.
Ahora
bien: la realización de la justicia en la sociedad depende, como se ha visto,
de que el estrato gobernante se encuentre conformado por reyes que al mismo
tiempo sean filósofos, es decir, por personas capaces de conocer la verdad
acerca de lo Bueno, lo Bello y las demás virtudes, y en especial de la Justicia
misma. Si la teoría de las Ideas está en lo correcto, tal conocimiento sería
posible pero no sin el esfuerzo de muchos años y sin la disposición adecuada en
el alma de los candidatos y candidatas al gobierno. Este detalle lleva a la
necesaria aceptación de una condición más general para la instauración de la
república ideal, o al menos para concebirla como modelo normativo: la teoría de
las Ideas debe ser verdadera con todas sus implicaciones.
Desde
luego, esas implicaciones son bastante fuertes: la realidad debe dividirse en
un plano sensible y un plano inteligible –el que corresponde a las perfectas e
inmutables Ideas; el alma –al menos el alma de los filósofos- debe ser capaz de
“elevar su ojo” para conocer a las Ideas; el conocimiento sensible debe
remontarse siempre en favor de aquello que “es en sí mismo”… Se trata de una
ontología demasiado fuerte, y no sólo para el punto de vista moderno: ya
Aristóteles, como se recordará, la encontraba excesiva[10].
Si toda la teoría política de República
depende de semejantes compromisos ontológicos, el problema de su viabilidad
vuelve a saltar a la vista: ¿cómo podría realizarse sin aceptar que Platón
tiene razón en todo, y no solamente
en lo que toca a la mejor forma de gobierno?
En
otras palabras: parece que para aceptar la teoría política de República, habría que aceptar también la
filosofía completa de Platón, incluyendo de manera especial a la muy
problemática teoría de las Ideas. Pero tal vez sea posible plantear algo así
como una “versión debilitada” de la teoría política de nuestro autor, que no
exija al mismo tiempo la aceptación de las partes más fuertes de su ontología.
Dicha versión debilitada podría ofrecer el siguiente aspecto: los gobernantes
deben ser aquéllos que mejor conozcan la justicia, sin implicar que “La
Justicia” sea una Idea o algún otro objeto de naturaleza similar; con base en
ese conocimiento algo más modesto, los conductores de la sociedad podrán llevar
a la misma hacia la situación denominada “bien común”, es decir, la realización
de la justicia en el grupo. De esta manera, tal vez, pueda dejarse de lado la
teoría de las Ideas y aun así mantener el modelo de los reyes – filósofos como
utopía normativa.
Esta
posibilidad ofrece cierto atractivo: un platonismo estrictamente “político” y
no ya “ontológico” parece algo más al alcance de los seres humanos, y ahorra el
problema que consiste en comprometerse con todo lo que dice Platón. Sin
embargo, hay un problema que asalta a esta versión debilitada: sin el sustento ontológico
que ofrece la teoría de las Ideas, ¿cómo podrán los gobernantes saber
verdaderamente lo que es justo? Los reyes – filósofos quedarían abandonados a
lo que mejor puedan comprender por “justicia” y por “bien común”. Y como eso no
necesariamente tendría que ser verdadero -¿cómo saberlo sin la ayuda de la Idea
de “Lo Justo en sí”- se corre el riesgo
de que el proyecto completo naufrague ante lo que no sería sino la mera opinión
–la doxa- de quienes ejercen el
poder. Esta dificultad parece bastante grave: tal vez no haya manera de
plantear una versión débil del platonismo en política, y tal vez sea necesario
–en la medida en que se desee seguir las directrices de República- aceptar a la teoría de las Ideas como base inevitable
para la teoría política completa.
De
manera que tal vez deba aceptarse que no es posible seguir el proyecto –o la
normatividad- de República sin
aceptar la teoría de las Ideas en todas sus partes. Y en vista de que eso nos
traslada de nueva cuenta a los terrenos de la ontología, parece que no hay más
remedio que pronunciarse acerca de la existencia de algo como “Lo Justo en sí
mismo” -y acerca de la posibilidad de
conocerlo. Si éste es un hueso demasiado duro de roer, entonces vale la pena
volver sobre nuestros pasos y plantear de nueva cuenta el problema político,
tal vez con ayuda de Platón pero sin seguir a éste en las soluciones.
Esta
situación ofrece, a pesar de todo, pistas interesantes para el pensamiento
político. La revisión del platonismo conduce al análisis y al cuestionamiento
de algunas de sus premisas, y ese cuestionamiento tal vez permita abrir la
puerta a reflexiones interesantes: ¿qué tan bueno o deseable es guiar dicha
reflexión sobre la base del “bien común”? ¿No exigiría tal maniobra que alguien
–presumiblemente los gobernantes- supiera con suficiente claridad aquello en lo
que consiste dicho bien? ¿Y no constituiría eso una “tentación platónica” en la
medida en que se apostara por el conocimiento cierto de lo que el bien común
es? Si no hay más remedio que entender el orden social en vistas de un bien
común que probablemente sea indefinible, se tiene un problema de falta de
claridad respecto a las metas de la acción política. Pero si alguien propone
una manera de entender al bien común que al mismo tiempo sea ofrecida como
única e incuestionable, ¿cómo podrían saber todos los demás miembros de la
sociedad que esa versión es, efectivamente, la correcta? Cuando -por definición-
solamente unos cuantos son capaces de conocer la verdad que sustenta a la
acción política, probablemente se corra el riesgo que Platón quisiera evitar a
toda costa: el gobierno de los mejores sería sustituido por la tiranía de
quienes, de acuerdo con su propia manera de entender las cosas, se asumen como
la “aristocracia del espíritu” que debe conducir los destinos de los demás.
Tal
vez algunos de estos problemas fueron los que condujeron a Platón a abordar en
su vejez, de nueva cuenta, el problema de la organización de la sociedad –en el
Político y en el monumental e
inacabado diálogo Leyes. Pero en la
medida en que nuestro autor se resistió a abandonar la teoría de las Ideas,
cabe esperar que los trazos propuestos en esas obras no consiguieran del todo
semejante objetivo.
[1] Cfr. al
respecto los libros VI y VII de República,
específicamente502c – 522b.
[2] De esta
actitud puede encontrarse un buen ejemplo en el diálogo Hipias Mayor.
[3] A este
respecto, puede consultarse el Alcibiades
I o bien el Laques o el Eutifrón.
[4] Cfr. Ética
Nicomaquea, 1179b ss.
[5] Cfr. al
respecto lo que Platón dice del alma en el Fedón.
[6] Cfr. al
respecto República 419a ss,
[7] Cfr. República, 368a ss.
[8] Cfr. República 471c ss.
[9] Cfr. República 545d ss.
[10] Cfr. Metafísica I, 990b ss.
NOTA: Se ha recurrido a las
obras de Platón y de Aristóteles editadas por Gredos, Madrid, 2000.
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