domingo, 30 de septiembre de 2012

Alzate y "la física moderna que conduce a la piedad"



            El padre José Antonio Alzate (1737 – 1799) es un notable representante de la peculiar perspectiva sobre el pensamiento moderno que adquirió forma entre algunos intelectuales novohispanos del siglo XVIII. Para Alzate –al igual que para Juan Benito Díaz de Gamarra o para Francisco Javier Clavijero- aquel pensamiento no representaba necesariamente algún tipo de amenaza para la fe católica. Muy por el contrario: los avances de la ciencia propiciados por Copérnico, Galileo o Newton eran vistos como una suerte de confirmación de las verdades más profundas sobre Dios y su obra. Pero lo más interesante es que, al  menos en la pluma del sabio criollo que nos ocupa aquí, era preferible relacionar al credo católico con lo que Gamarra había llamado Philosophia Recientorum. Y es que ésta se encontraba mucho más cerca de la verdad que las disquisiciones del aristotelismo anquilosado contra el cual competía en las aulas de la Universidad y los colegios de la Nueva España.

            Como una prueba de esta actitud característica de Alzate, se ofrecen aquí algunos pasajes del artículo “Elogio de la filosofía moderna e impugnación de unas conclusiones y acto de física peripatética”, publicado en la Gaceta de literatura del 7 de septiembre de 1790. La mayor parte del artículo consiste en la reproducción de una carta dirigida por Alzate a fray Manuel Aparicio, un partidario del viejo saber y autor de cierta apología del aristotelismo. El fragmento que aquí se presenta es  parte de la carta en cuestión, y de paso  muestra el afilado –casi cruel- estilo del autor.

“(…) intenta Vuesa Paternidad establecer que el estudio de la física moderna no es propio de los religiosos, y que sólo les conviene el de la peripatética. Este sin duda fue el objeto de Vuesa Paternidad, porque de otra manera no sé cómo venga al caso la doctrina de San Agustín y de Santo Tomás, que quieren que los religiosos se dediquen principalmente a aquellos estudios que conducen más a la piedad. Concedo sin embarazo alguno todo el contenido del proemio, pues no se puede dudar, ni ningún hombre de juicio duda, que los religiosos deben poner su principal atención en semejantes estudios, como peculiares de su estado y necesarios para el cumplimiento de las obligaciones de su profesión. ¿Qué inferirá Vuesa Paternidad de esto? ¿Luego no deben estudiar física moderna? ¡Brava consecuencia! Debía Vuesa Paternidad ante todas cosas probar el supuesto falso que incluye semejante discurso, esto es, que la física moderna no conduce a la piedad; pero mientras así no lo hace, le suplico tenga la bondad de atender a las siguientes razones que alego, no porque juzgue ser necesarios muchos argumentos para demostrar un verdad tan clara, sino porque tengo por principio combatir un error que sería muy perjudicial a los progresos de la buena filosofía, si todos los religiosos adoptasen el absurdo modo de pensar de Vuesa Paternidad.

“¿Por qué conduce más a la piedad el estudio de la física peripatética que el de la moderna? ¿Acaso porque mueve infinitas cuestiones inútiles acerca de la materia, como lo son si ésta tiene acto entitativo, si puede existir sin la forma, si la apetece? ¿Porque nos descubre el portentoso secreto de que para que el palo pase a ser fuego, es necesario que se suponga privado de la forma de tal? ¿Porque pregunta si la materia y forma se unen por sus mismas entidades; si pueden juntarse dos formas en una misma materia, con otras infinitas ridiculísimas sutilezas? ¿Puede inspirar por ventura afectos muy vivos de piedad el grande arcano de que la figura de las narices de un cadáver es distinta de la que tenían antes que el hombre muriese; porque haciéndose la resolución del compuesto hasta la materia primera, y saliendo el alma, debieron permanecer todos los accidentes que la acompañaban, y entrar otros numéricamente distintos en seguimiento de la forma cadavérica? ¡Cierto que podemos formar una grande idea del Criador dando a muchos portentos de su sabiduría, como lo son las plantas e insectos, un origen tan vil y bajo como el de la putrefacción! ¡Mucha devoción puede excitar en nuestro corazón suponer en los cielos un artificio mecánico demasiadamente grosero, e inferior al que observamos en un reloj y en otros artefactos de los hombres!

“Esto es todo el fruto que, si Vuesa Paternidad procede de buena fe, debe confesar se saca de lo que se llama física en las escuelas. De suerte que dos son los defectos capitales que se encuentran ellas: en el primero, no considerar las obras de la naturaleza, sino entretenerse en cuestiones abstractas, después de cuya investigación quedaremos tan ignorantes de los efectos naturales, como lo estábamos antes; y el segundo, atribuir éstos a unas causas supuestas y fantásticas, como se ve claramente en uno u otro fenómeno que los peripatéticos tocan de paso y con mucho descuido como la subida del agua en las bombas, los meteoros, cielos, etc., de que suele traer algo uno u otro Curso peripatético.

“Si Vuesa Paternidad quisiera abrir algún buen libro de física moderna y leerlo con imparcialidad y sin preocupación, conocería cuan a propósito es el estudio de la verdadera física para inspirarnos sublimes ideas de la existencia, Omnipotencia, Sabiduría y Bondad del Criador. Los modernos se afanan en averiguar las admirables leyes de los movimientos, por medio de los cuales se mantiene el orden y armonía que observamos en la hermosísima máquina del mundo: consideran la naturaleza y equilibrio de los fluidos, las virtudes del fuego y demás elementos, la naturaleza de la luz, la diversidad de colores que ésta representa según la diversa refracción o modificación de sus rayos; los objetos de los sentidos, la estupenda fábrica de éstos, como la de los ojos, oídos, etc. Allí es donde el espíritu humano se engolfa y se pierde, digámoslo así, en el infinito piélago del Poder y Sabiduría de su Hacedor; allí queda absorto y atónito considerando la sencillez y proporción de que se vale para llegar a los fines que se propone, de la aptitud y conexión de éstos, y de la acertada elección que los prefirió a otros muchos, por los cuales parece que se hubiera podido conseguir el mismo intento (…)”

·        La cita se toma de la Biblioteca Enciclopédica Popular, no. 41: José Antonio Alzate, Secretaría de Educación Pública, México, 1945, estudio biográfico y selección a cargo de Juan Hernández Luna, pp. 58 – 60.



La educación del criollo: un testimonio de Carlos María de Bustamante



             ¿Cómo era el trayecto educativo de un miembro de la clase criolla de la Nueva España hacia finales del siglo XVIII? Un interesante testimonio puede encontrarse en Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, la autobiografía apologética escrita por Carlos María de Bustamante (1774 – 1848). Bustamante fue  periodista, escritor y político y un destacado participante en el proceso de la Independencia al lado de Morelos y otros importantes personajes. Miembro del Congreso de Chilpancingo en 1813,  a su pluma se debe el Acta de Declaración de Independencia de la América Mexicana. También es el autor del Cuadro histórico de la revolución de la América Mexicana (1823 – 1824), y dirigió en su momento publicaciones periódicas de tendencia autonomista o francamente insurgente como El diario de México y la serie de los Juguetillos.
         
            En Hay tiempos de hablar y tiempos de callar (1833), Bustamante evoca en unas cuantas líneas los años de su educación formal. A través de ese recuerdo, es posible hacerse una idea de lo que ocurría con al menos algunos varones del estrato criollo en ciertas regiones del país. A continuación se presenta el texto de Bustamante, seguido de un breve análisis de algunos de los detalles ahí contenidos.
El testimonio.

            Bustamante dedica las primeras páginas de Hay tiempos… a explicar la ocasión de su escrito –la amenaza del exilio que pesa por entonces sobre él. A continuación habla de su nacimiento en el seno de una familia de descendientes de españoles de la ciudad de Oaxaca. Una vez mencionada la muerte de su madre –el futuro insurgente tenía seis años- nuestro autor procede a relatar algunos detalles de su educación. He aquí el texto:

(…) Mis padres tenían una virtud muy severa y procuraron darme una educación parecida a la de los espartanos; poseían una regular fortuna, pero usaban de ella con mucha sobriedad: mi casa semejaba un monasterio en que estaban regularizadas todas las labores domésticas. A los doce años de edad, comencé a estudiar gramática latina en la casa de don Ángel Ramírez, antiguo profesor de esta lengua, y muy acreditado por sus virtudes religiosas: me amó, y recuerdo su memoria con ternura, así como con horror la del maestro de primeras letras, más propio para regentear galeotes que para educar niños tiernos. En 1789 pasé a estudiar filosofía de capa al Colegio Seminario de dicha ciudad, bajo la dirección de don Carlos Briones, que enseñó hasta tres cursos de la filosofía del padre Antonio Goudin; era tan metafísico como el mismo autor y yo no le entendía palabra; nada aprendí en el primer año, entré en examen y me reprobaron con todos los votos; mi padre me echó en cara la ignominia de mi reprobación, y, estimulado por principios de honor, y porque puso en mis manos la Física de don Andrés Piquer y la Recreación filosófica de Theodoro de Almeida, saqué una sobresaliente calificación en el segundo examen. Concluido el curso de artes, recibí el grado de bachiller en filosofía en esta capital, regresé a Oaxaca y estudié –en el convento de San Agustín de aquella ciudad- la Teología del padre Giovanni Lorenzo Berti, y su compendio de Hyeronimus Maria Buzius, bajo la dirección de  los padres lectores fray Juan Lorenzana y fray Santiago Hernández; hasta el año de 1800 no recibí el grado de bachiller en esta facultad por cierto capricho que no es del caso referir. En 1794 comencé la carrera de jurisprudencia en México, eligiendo por habitación el Colegio de San Pablo, de padres agustinos, a quienes siempre he debido un singular aprecio; halleme en esta ciudad sin tutor ni curador que vigilase mi conducta y entregado a mí mismo. Mi aplicación a esta ciencia fue constante, pues recibí lecciones de ella también de capa en el Seminario de México; dábamelas igualmente mi hermano, el licenciado don Manuel Bustamante, sabio de un siglo, bajo cuya dirección pude caminar con paso firme y aplicarme al estudio de autores de buen gusto, como Johann Gottlieb Heineccius y Jean Damat. Una feliz casualidad me proporcionó conocer al doctor don  Antonio Labarrieta, colegial del Colegio Mayor de Santos: llevome a su casa y después a su colegio; comencé con él la práctica forense y después le seguí a Guanajuato, de donde lo hicieron cura. De esta ciudad pasé a Guadalajara con el objeto de recibirme de abogado en aquella Audiencia, con dispensa de dos años de práctica. Más por desgracia fui a la sazón en que acababa de llegar una Cédula Real que prohibía toda dispensa de más de un año. Sintiéronlo los oidores, pues fui recomendado a ellos por el virrey Miguel José de Azanza, que me había tomado cariño por una inscripción latina que le presenté para que se colocase en el paseo de su nombre, que entonces se concluía. Habíase propuesto colocarme en su familia; pero a poco se presentó en México su sucesor, Félix Berenguer de Marquina; por tal causa se limitó su protección a recomendarme al asesor general del virreinato, don Miguel Bachiller, quien me asignó en clase de auxiliante quinientos pesos anuales.
                En último de julio de 1801 me recibí de abogado en dicha Audiencia de Guadalajara, porque el virrey Marquina se negaba a toda dispensa de tiempo de práctica (…)[1]


Las peripecias de una educación.

            Bustamante habría adquirido los primeros valores en el seno de una casa de regular fortuna, pero de disciplina más bien austera. Como puede inferirse del texto, el joven criollo recuerda con cariño al maestro de lengua latina, pero no así al de “primeras letras”    –según se ve, todo un capataz. El dato que importa es la existencia de escuelas de primeras letras –donde se aprendería a leer, a escribir y a hacer cuentas- y una suerte de enseñanza “secundaria” a cargo de latinistas como el querido señor Ramírez. En este último caso el texto menciona que la educación tenía lugar en casa del maestro, cosa que, según otros testimonios de la época no era necesariamente la regla.


¿Cómo puede saberse esto? Para la época en que  Carlos María acudía a la enseñanza de la latinidad (a mediados de la década de 1780) tenía lugar en la Ciudad de México un singular conflicto: el gremio de maestros protestaba contra la disposición real que ordenaba la existencia de escuelas gratuitas. Según puede leerse en los documentos de la disputa, los maestros de primeras letras –y los de enseñanza secundaria- llenaban el vacío dejado por la expulsión de los jesuitas (1767) con establecimientos que en algún caso aceptaban hasta a cincuenta estudiantes. Lo que estaba en juego por entonces era la competencia “desleal” que el gremio enfrentaría al concretarse la fundación de escuelas gratuitas en los conventos y otros hogares de las órdenes religiosas[2]. No hay motivos para suponer que en Oaxaca las cosas fueran demasiado distintas, así que Carlos María tal vez haya asistido a una escuela particular –en su caso  a cargo de un tirano- para aprender a leer y a escribir. Pero la primera etapa de su educación secundaria habría corrido a cargo de un tutor particular.

            Los estudios secundarios debían completarse con el aprendizaje de la filosofía. A los quince años, Bustamante se convirtió en alumno “de capa” del Seminario de Oaxaca, en el cual enfrentó el más estrepitoso fracaso[3]. Es interesante el contrapunto que el autor establece entre el curso basado en el texto del padre Goudin y lo que pudo aprender gracias a la severa intervención de su padre y al encuentro con la Física de Piquer y la Recreación filosófica de Almeida[4].  Tal vez este detalle sea un eco más o menos lejano de la crisis de la enseñanza de corte escolástico y la introducción de la llamada “filosofía moderna” –en sentido estricto, el racionalismo y el empirismo acompañados de los desarrollos científicos de Copérnico, Galileo, Newton y varios autores más. Esa crisis se inicia, al menos, en la época en que Clavijero y sus compañeros jesuitas planeaban la reforma del plan de estudios de la Compañía y llegó hasta la época de la guerra de Independencia a través de figuras como Juan Benito Díaz de Gamarra, José Antonio Alzate y el mismo cura Hidalgo. El joven Bustamante, al parecer, encontró preferible el camino de Clavijero, Gamarra y los demás: el aprendizaje de la filosofía debía hacerse bajo los parámetros del pensamiento moderno y no ya según los anquilosados métodos de la silogística[5].

            De vuelta en el tema, encontramos a Carlos María completando la educación media saltando de México a Oaxaca: el grado de bachiller en artes lo obtiene en la capital del virreinato, pero regresa a su ciudad natal para estudiar “de capa” lo concerniente a la teología. De nueva cuenta las cosas no pintan bien para Bustamante, pues el grado de bachiller en esa última disciplina no lo alcanza sino hasta 1800. Sin embargo, es de imaginar que la conclusión de las clases en el convento de San Agustín le permitió regresar a México para emprender la carrera de jurisprudencia –y, aunque no lo menciona, esto debió hacerlo en la venerable Real y Pontificia Universidad[6]. De paso, nos enteramos de que un estudiante de aquel tiempo podía hospedarse en una institución eclesiástica –el colegio de San Pablo- sin que se le molestara demasiado: nuestro héroe vivió ahí “sin tutor ni curador” que vigilase su conducta.

        Bustamante complementó la educación formal con decisiones autodidactas: el acercamiento a su hermano Manuel y la asistencia “de capa” a los cursos en el seminario de la gran ciudad. En el primer caso, debe notarse cómo el hermano mayor estaba al tanto de ciertas novedades en el ámbito del derecho, novedades que transmitió a su pupilo mediante la obra de Heineccius y Damat[7]. Finalmente Carlos María decide obtener el título de abogacía en la ciudad de Guadalajara, al parecer con el ánimo de ahorrarse cierta suerte de “prácticas profesionales” que seguramente le esperaban de seguir en México. Frustrado este propósito a causa del cambio en la administración virreinal, Bustamante debe cumplir con todos los trámites para convertirse en licenciado hasta 1801.

        ¿Qué puede obtenerse como síntesis de este curioso testimonio? Sin duda mucho sobre la personalidad de Carlos María de Bustamante, quien no resulta exactamente un ejemplo de constancia académica. Pero para los propósitos testimoniales que aquí interesa, puede decirse que un joven criollo relativamente acomodado nacido en alguna ciudad media de por entonces podría, si así lo deseaba él –o sus padres- encaminarse en alguna carrera profesional que le proporcionara los medios para una vida honesta. Para alcanzar esa meta, debía primero transitar por la enseñanza elemental –las “primeras letras”- y por algo que podría entenderse como educación secundaria. La enseñanza elemental, como se ha dicho más arriba, podría cursarse en alguno de los establecimientos particulares dispuestos al efecto y a cargo de un profesor seguramente agremiado –como los de la ciudad de México. La secundaria ofrecía opciones: además de los establecimientos particulares del nivel, estaba –como en el caso de Carlos María- la posibilidad de hacerse de algún tutor  para el aprendizaje de la lengua latina, así como la asistencia al seminario para obtener el grado de “bachiller”. La educación universitaria propiamente dicha debía cursarse en colegios o universidades, como desde los inicios de la colonia; un aspirante a abogado como Bustamante sin duda no tenía mejor perspectiva que la de trasladarse al recinto universitario de México.  


      No deja de llamar la atención el grado de “flexibilidad” y de “movilidad” académicas de los tiempos: Carlos María, deseoso de obtener el grado cuanto antes, intenta valerse de su ascendiente ante el virrey para ahorrarse dos años de práctica y titularse no en México sino en Guadalajara. Se lo impidieron su mala suerte y la real cédula que volvía obligatorias aquellas prácticas en todo lugar. Si su protector el virrey Azanza hubiese durado un poco más en el cargo, con seguridad la real cédula no habría sido un obstáculo insuperable. Un accidente político, no tanto un sistema académico rígido y claramente normado, fue lo que impidió que Bustamante se saliera con la suya aquella vez. 



[1] Carlos María de Bustamante, Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, Ronda de Clásicos Mexicanos, ed. Planeta – CONACULTA, México, 2002, pp. 12 – 14.
[2] Dichos documentos son las “Reales provisiones referentes a la enseñanza de las primeras letras”, de 1767; el “Proyecto para establecer escuelas gratuitas en la Ciudad de México”, redactado por José María de Herrera en 1786, y la “Opinión del Gremio de Maestros sobre las escuelas gratuitas”, escrita por Rafael Ximeno (Maestro Mayor de dicho Gremio) y publicada el mismo año de 1786. Puede consultárseles en la compilación a cargo de Dorothy Tanck de Estrada, La Ilustración y la educación en la Nueva España, Ediciones El Caballito – SEP, México, 1985, pp. 101 ss.
[3] “De capa” era una expresión  relativamente usual. Refería a la prenda que distinguía a los estudiantes laicos de los “estudiantes de sotana” o seminaristas propiamente dichos.
[4] Antoine Goudin (1639 – 1695) fue un dominico, autor de una Philosophia Thomistica a la que probablemente aluda Bustamante. Andrés Piquer (1711 – 1772) fue un filósofo español, autor de la Física moderna racional y experimental.  El portugués Teodoro de Almeida (1722 – 1804) fue, por su parte, una figura análoga a Juan Benito Díaz De Gamarra y otros autores favorables a la filosofía “moderna”, es decir, al menos a ciertas concepciones tanto del racionalismo y el empirismo como a la ciencia galileano – newtoniana.
[5] El tema de la introducción de la filosofía y la ciencia modernas en México y su influencia en los proyectos educativos es complejo y al menos en parte  pendiente de historiar. Desde el punto de vista del desarrollo de las ideas de Clavijero, Gamarra, Alzate e Hidalgo, una excelente aproximación puede obtenerse a partir de la lectura de la obra de Bernabé Navarro, Cultura mexicana moderna en el siglo XVIII, ed. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1983.
[6] La Real y Pontificia Universidad de México, creada en 1551, era por entonces un centro de agitación intelectual en el que las nuevas ideas disputaban con la tradición “peripatética”. Conviene saber, por ejemplo, que los Elementos de filosofía moderna de Gamarra eran utilizados para los estudios correspondientes al “bachillerato en artes” por la época en que Bustamante estuvo en la facultad de jurisprudencia.
[7] Johann Gottlieb Heineccius (1681 – 1741) fue un jurista alemán partidario de una concepción racional del derecho que no se limitase a la aplicación casuística de reglas. “Jean Damat” probablemente refiera a Jean Daumat o Domat (1625 – 1696),  representante francés de la tendencia a racionalizar el estudio y el ejercicio del derecho.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Areté como dominio en la "época oscura"

            De acuerdo con Werner Jaeger, la idea de Paideia –la “crianza” o “conducción” de los niños, convertida más tarde en la noción consciente de pertenencia a una cultura- fue desarrollándose muy poco a poco, incluso antes de que se asociara con aquel nombre. Desde sus etapas más tempranas, la Paideia griega se estructuró en torno a la noción de areté, la “virtud” o “excelencia” que cabía alcanzar en esta vida por un “varón esforzado”, un áner agathós[1]. Y como muchas otras cosas en el mundo helénico, el hombre virtuoso de la Paideia más primitiva encontró sus modelos en los héroes de la Ilíada y la Odisea.


            Pero un poco más allá de los estudios de Jaeger, resulta sumamente interesante situar al menos a la Ilíada –y a la manera en que la areté es plasmada en ella- en el contexto en que el poema aparece. Aunque Aquiles, Agamenón, Odiseo y sus compañeros son representantes de la realeza micénica de los siglos XIII o XII antes de Cristo, el Homero histórico –o en todo caso la escuela homérida- florece a mediados del siglo VIII a.C., es decir, hacia el final de la llamada “época oscura” de la historia de la Grecia antigua[2]. Es probable, entonces, que Homero reflejase en sus versos al menos parte de su propio mundo. Y entonces, es probable también que lo que se esboza en la Ilíada, en las disputas y las relaciones en general entre sus valerosos tanto como orgullosos personajes, corresponda más bien a la manera en que la areté era entendida en ese universo –extraño en buena parte para nosotros- que a duras penas era el de la historia escrita.

            Vista de cerca, la forma en que Aquiles y los demás entienden la excelencia que haría de ellos “varones esforzados” ofrece importantes peculiaridades. Por ejemplo, el orgullo del hijo de la diosa Tetis –que encuentra su contrapunto en la soberbia del átrida Agamenón-  es algo que nosotros –descendientes de aquella Grecia tanto como de la tradición cristiana- difícilmente llamaríamos “virtud”. Y sin embargo, como el mismo Jaeger aclara, esa “grandeza de alma” o carácter del megalopsychés es un componente esencial de la kalakagothía, el “honor” de los héroes que no deja de estar en juego a lo largo de todo el poema. Así, los personajes de Homero, representantes de la areté de los tiempos oscuros, han de ser conscientes de su propia valía y estimarán en alto grado la necesidad de ser reconocidos por sus iguales como depositarios de aquel inviolable honor. Y también serán fieros y hasta crueles en la defensa de la  kalakagothía propia: Aquiles abandonará la lucha al pie de Troya precisamente porque su honor habría sido puesto en cuestión. Lo que nuestros parámetros culturales no pueden evitar ver como un capricho peligroso es, de acuerdo con esta hermenéutica, un momento de especial brillo para el hijo de Peleo[3].

            Pero la interpretación se vuelve aún más interesante cuando, con base en el texto de la Ilíada, es posible hacerse una imagen del contexto helénico y sus relaciones sociales y culturales de dominación: hombres como Agamenón y Aquiles se ven envueltos en una complicada red de poder que los constituye como sujetos de un tipo peculiar, y que al mismo tiempo expresa que la areté de por aquel entonces se encontraba íntimamente ligada con el dominio político y militar sobre ese mundo inquieto. Así, el más virtuoso es el dominador por antonomasia, aquél cuya arkhé o mando no puede ser siquiera cuestionado. Un poco como el cetro que los héroes han de pasarse el uno al otro para tener derecho a la palabra en la asamblea, la más alta virtud es cosa que sólo puede ser detentada por uno a la vez. Pero en vista de que todo aristós -todo miembro de la casta guerrera encumbrada- buscará su propia areté, el conflicto se torna inevitable: si se encuentran juntos, la misma sociedad de los aspirantes a héroes parece exigir que alguno de ellos “destaque entre los demás”, como se insinúa más adelante en la misma Ilíada

De manera que el mundo homérico –que en la reminiscencia de Micenas refleja los tiempos finales de la Grecia “oscura”- es un mundo en el que la virtud es todavía algo íntimamente asociado con la idea de dominio. Eso explicaría, al menos en parte, que la areté no pueda ser concebida como patrimonio de alguien que no sea aristós, un “noble guerrero”; el pueblo común y corriente no aspira –al menos según esta óptica basada en Homero- a ser aretés en modo alguno[4]. Pero también explicaría que el conflicto político sea inherente a la sociedad: la virtud entendida como honor en disputa hace imposible que cualquiera que se tenga a sí mismo por aspirante a un áner agathós pueda llevar una vida tranquila. Así que, en sus orígenes, la virtud que constituye el núcleo de la Paideia está asociada con la guerra misma y con la desigualdad entre los hombres.

            ¿Cómo era el mundo de aquellos descendientes de los aqueos de la Iliada? De acuerdo con Jean – Pierre Vernant, se trataba de una sociedad –o un conjunto de sociedades- que había resultado de la “crisis de la soberanía” de Micenas y las otras viejas polis que protagonizaron la era anterior[5]. El punto clave de dicha crisis tenía que ver con la desaparición de esa especie de instancia de poder absoluto que llegó a ser el ánax, el monarca que concentraba en sí los hilos del poder político, pero también las de las redes de la economía y las funciones religiosas. Sin embargo, esta soberanía absoluta del ánax no debe confundirse con el carácter propiamente divino de los monarcas “orientales” -un faraón egipcio o un sha shahan persa era, en comparación, todo un dios en la tierra. El ánax micénico nunca fue visto como una encarnación de Zeus o algo parecido.  Y además, por lo que parece, los funcionarios de su pequeña corte constituían una compleja jerarquía que al menos en principio debía operar adecuadamente para que la arkhe –el “poder”- del ánax corriera hasta todos los habitantes del reino.

            Vernant recoge los estudios de otros especialistas y concluye que, si algo separa a los griegos “oscuros” de los gloriosos micénicos es precisamente la ausencia de un núcleo de poder tan nítido como el constituido por el ánax y su corte. A cambio de ello, los habitantes de la vieja Atenas y sus parientes espirituales de Jonia multiplican los cargos de gobierno, distribuidos ahora entre la clase de los aristoi, los “mejores” o “más excelentes”. Así, siempre de acuerdo con Vernant, es la arkhé misma la que se separa de la figura de un monarca, gobernante único y absoluto. El basileus –“rey”, pero originalmente una suerte de caudillo local representante del ánax- no concentra en su persona la arkhé completa; debe, por ejemplo, compartirla con un polemarca o “jefe de los ejércitos”. Y otros cargos más requerirán de otros aristoi que hagan el trabajo antes concentrado en la corte de Micenas, de Argos, de Ftía o de las otras capitales del mundo micénico.

            Pero entonces, ¿qué relaciones sociales y culturales presentes en la Jonia, en Atenas o en otros lugares de Grecia influyen en la constitución de la noción de areté que parece flotar en la Ilíada? Lo primero que salta a la vista es que un anax micénico, detentador del poder absoluto, difícilmente enfrentaría a sus subordinados a la manera en que Agamenón lo hace respecto a Ayante, Odiseo o Aquiles. O mejor dicho: los subordinados ni siquiera imaginarían una situación en la cual ellos polemizaran con el ánax como Aquiles lo hace, por ejemplo, en el primer canto de la Ilíada[6]. Hay, desde luego, una explicación que el mismo texto insinúa a los lectores: Aquiles es un colega de Agamenón, un ánax que exige ser tratado como tal por sus iguales, sin que importe que el átrida sea el jefe de la expedición contra Troya. Pero hay algo más, o al menos eso puede inferirse una vez que se coloca en contexto el poema homérico.

            Y es que si areté es, ante todo, “excelencia”, no cabe esperar que dos o más aristoi sean los mejores entre todos: la mera idea implica una contradicción en los términos. Más arriba se aludía al pasaje de la Ilíada en el que se espera que alguien educado en la virtud “destaque entre los demás”: ese pasaje se encuentra en el libro Z, y corresponde a la respuesta de Glauco a Diómedes, quien interroga por el linaje de aquél. Glauco recuerda que su padre Hipólico lo envió a Troya “y con gran insistencia me encargó descollar siempre, sobresalir por encima de los demás, y no mancillar el linaje de mis padres, que los mejores con mucho fueron de Éfira y en la anchurosa Licia” (207 – 210). “Sobresalir por encima de los demás”, desde luego, no es algo que pueda conseguirse si son dos o tres los que pueden disputar por la excelencia.

            El dicho de Glauco podría explicar, en buena medida, el ríspido intercambio entre Agamenón y Aquiles en el canto A. Pero al mismo tiempo resulta coherente con la idea de una sociedad donde ya no queda tan claro quién detenta la arkhé, el poder omnímodo. En ese mundo de múltiples poderes, de aristoi que rivalizan por llevar la égida, bien podría ocurrir que el recuerdo de los micénicos estableciera una suerte de ideal regulador, imposible de alcanzar en los hechos pero indispensable para que los nobles guerreros de la “época oscura” orientasen sus pasos en este mundo y fuesen educados para convertirse en el kalós k’agathós, el varón “bello y esforzado”  que se esperaba de él. Sin embargo, la competencia por alcanzar esa meta única era mucho más fiera en la época de Homero que en la del Agamenón histórico –si es que existió en realidad- y sus nobles colegas.

            La kalakagothía era, con seguridad, un bien escaso como tantos otros que había que repartir entre varios interesados. El dominio sobre las polis y sus alrededores era asunto que muchas veces tenía que dirimirse con violencia. Así, en pocas palabras, la época homérica estaría caracterizada por relaciones sociales y políticas que implicaban la disputa por la arkhé. Esta última era por entonces un ideal imposible de alcanzar por una sola persona pero al mismo tiempo indispensable para que los nobles aristócratas tuviesen clara su misión en el mundo. La tensión entre el ideal cultural y las condiciones sociohistóricas tal vez anuncia la crisis que provocaría poco más tarde la evolución de las polis mismas hasta formas relacionadas con el “gobierno de los iguales”: la casta militar de los espartanos o bien la democracia ateniense. Sin duda, sería interesante relacionar en alguna otra ocasión cómo, por su parte, la posibilidad de concebir a la areté como algo que puede estar al alcance de todos –y ya no sólo como patrimonio de la nobleza guerrera- tiene que ver con estos cambios.



[1] Cfr. Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 19 ss.
[2] Cfr. Cecil M. Bowra, Historia de la literatura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2005, pp. 15 ss.
[3] Cfr. al respecto Jaeger, op. cit., pp. 26 – 27.
[4] Es inevitable traer a cuento aquí el pasaje de la Ilíada en el que Tersites se atreve a dirigirse a los héroes guerreros. Tersites paga semejante insolencia  con la humillación pública; desde luego, este plebeyo no podría aspirar ni siquiera remotamente a participar de la areté guerrera (cfr. Ilíada, canto B, 211 – 270. Se ha recurrido a la traducción de Emilio Crespo Güemes, ed. Gredos, Madrid, 2000).
[5] Cfr. Jean – Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, ed. Paidós, Barcelona, 1992, pp. 51 ss.
[6] Cfr. Ilíada, A, 106 – 341.