Pero un poco más allá de los estudios de Jaeger, resulta
sumamente interesante situar al menos a la Ilíada
–y a la manera en que la areté es
plasmada en ella- en el contexto en que el poema aparece. Aunque Aquiles,
Agamenón, Odiseo y sus compañeros son representantes de la realeza micénica de
los siglos XIII o XII antes de Cristo, el Homero histórico –o en todo caso la
escuela homérida- florece a mediados del siglo VIII a.C., es decir, hacia el
final de la llamada “época oscura” de la historia de la Grecia antigua[2].
Es probable, entonces, que Homero reflejase en sus versos al menos parte de su
propio mundo. Y entonces, es probable también que lo que se esboza en la Ilíada, en las disputas y las relaciones
en general entre sus valerosos tanto como orgullosos personajes, corresponda
más bien a la manera en que la areté
era entendida en ese universo –extraño en buena parte para nosotros- que a
duras penas era el de la historia escrita.
Vista de cerca, la forma en que Aquiles y los demás
entienden la excelencia que haría de ellos “varones esforzados” ofrece
importantes peculiaridades. Por ejemplo, el orgullo del hijo de la diosa Tetis
–que encuentra su contrapunto en la soberbia del átrida Agamenón- es algo que nosotros –descendientes de
aquella Grecia tanto como de la tradición cristiana- difícilmente llamaríamos
“virtud”. Y sin embargo, como el mismo Jaeger aclara, esa “grandeza de alma” o
carácter del megalopsychés es un
componente esencial de la kalakagothía,
el “honor” de los héroes que no deja de estar en juego a lo largo de todo el
poema. Así, los personajes de Homero, representantes de la areté de los tiempos oscuros, han de ser conscientes de su propia
valía y estimarán en alto grado la necesidad de ser reconocidos por sus iguales
como depositarios de aquel inviolable honor. Y también serán fieros y hasta
crueles en la defensa de la kalakagothía propia: Aquiles abandonará
la lucha al pie de Troya precisamente porque su honor habría sido puesto en
cuestión. Lo que nuestros parámetros culturales no pueden evitar ver como un
capricho peligroso es, de acuerdo con esta hermenéutica, un momento de especial
brillo para el hijo de Peleo[3].
Pero la interpretación se vuelve aún más interesante
cuando, con base en el texto de la Ilíada,
es posible hacerse una imagen del contexto helénico y sus relaciones sociales y
culturales de dominación: hombres como Agamenón y Aquiles se ven envueltos en
una complicada red de poder que los constituye como sujetos de un tipo
peculiar, y que al mismo tiempo expresa que la areté de por aquel entonces se encontraba íntimamente ligada con el
dominio político y militar sobre ese mundo inquieto. Así, el más virtuoso es el
dominador por antonomasia, aquél cuya arkhé
o mando no puede ser siquiera cuestionado. Un poco como el cetro que los héroes
han de pasarse el uno al otro para tener derecho a la palabra en la asamblea,
la más alta virtud es cosa que sólo puede ser detentada por uno a la vez. Pero
en vista de que todo aristós -todo
miembro de la casta guerrera encumbrada- buscará su propia areté, el conflicto se torna inevitable: si se encuentran juntos,
la misma sociedad de los aspirantes a héroes parece exigir que alguno de ellos
“destaque entre los demás”, como se insinúa más adelante en la misma Ilíada.
De
manera que el mundo homérico –que en la reminiscencia de Micenas refleja los
tiempos finales de la Grecia “oscura”- es un mundo en el que la virtud es
todavía algo íntimamente asociado con la idea de dominio. Eso explicaría, al
menos en parte, que la areté no pueda
ser concebida como patrimonio de alguien que no sea aristós, un “noble guerrero”; el pueblo común y corriente no aspira
–al menos según esta óptica basada en Homero- a ser aretés en modo alguno[4].
Pero también explicaría que el conflicto político sea inherente a la sociedad:
la virtud entendida como honor en disputa hace imposible que cualquiera que se
tenga a sí mismo por aspirante a un áner
agathós pueda llevar una vida tranquila. Así que, en sus orígenes, la
virtud que constituye el núcleo de la Paideia
está asociada con la guerra misma y con la desigualdad entre los hombres.
¿Cómo era el mundo de aquellos descendientes de los
aqueos de la Iliada? De acuerdo con
Jean – Pierre Vernant, se trataba de una sociedad –o un conjunto de sociedades-
que había resultado de la “crisis de la soberanía” de Micenas y las otras
viejas polis que protagonizaron la
era anterior[5].
El punto clave de dicha crisis tenía que ver con la desaparición de esa especie
de instancia de poder absoluto que llegó a ser el ánax, el monarca que concentraba en sí los hilos del poder
político, pero también las de las redes de la economía y las funciones
religiosas. Sin embargo, esta soberanía absoluta del ánax no debe confundirse con el carácter propiamente divino de los
monarcas “orientales” -un faraón egipcio o un sha shahan persa era, en comparación, todo un dios en la tierra. El
ánax micénico nunca fue visto como
una encarnación de Zeus o algo parecido.
Y además, por lo que parece, los funcionarios de su pequeña corte
constituían una compleja jerarquía que al menos en principio debía operar
adecuadamente para que la arkhe –el
“poder”- del ánax corriera hasta
todos los habitantes del reino.
Vernant recoge los estudios de otros especialistas y
concluye que, si algo separa a los griegos “oscuros” de los gloriosos micénicos
es precisamente la ausencia de un núcleo de poder tan nítido como el
constituido por el ánax y su corte. A
cambio de ello, los habitantes de la vieja Atenas y sus parientes espirituales
de Jonia multiplican los cargos de gobierno, distribuidos ahora entre la clase
de los aristoi, los “mejores” o “más
excelentes”. Así, siempre de acuerdo con Vernant, es la arkhé misma la que se separa de la figura de un monarca, gobernante
único y absoluto. El basileus –“rey”,
pero originalmente una suerte de caudillo local representante del ánax- no concentra en su persona la arkhé completa; debe, por ejemplo,
compartirla con un polemarca o “jefe de los ejércitos”. Y otros cargos más
requerirán de otros aristoi que hagan
el trabajo antes concentrado en la corte de Micenas, de Argos, de Ftía o de las
otras capitales del mundo micénico.
Pero entonces, ¿qué relaciones sociales y culturales
presentes en la Jonia, en Atenas o en otros lugares de Grecia influyen en la
constitución de la noción de areté que
parece flotar en la Ilíada? Lo
primero que salta a la vista es que un anax
micénico, detentador del poder absoluto, difícilmente enfrentaría a sus
subordinados a la manera en que Agamenón lo hace respecto a Ayante, Odiseo o
Aquiles. O mejor dicho: los subordinados ni siquiera imaginarían una situación
en la cual ellos polemizaran con el ánax
como Aquiles lo hace, por ejemplo, en el primer canto de la Ilíada[6].
Hay, desde luego, una explicación que el mismo texto insinúa a los lectores:
Aquiles es un colega de Agamenón, un ánax
que exige ser tratado como tal por sus iguales, sin que importe que el átrida
sea el jefe de la expedición contra Troya. Pero hay algo más, o al menos eso
puede inferirse una vez que se coloca en contexto el poema homérico.
Y es que si areté
es, ante todo, “excelencia”, no cabe esperar que dos o más aristoi sean los mejores entre todos: la mera idea implica una
contradicción en los términos. Más arriba se aludía al pasaje de la Ilíada en el que se espera que alguien
educado en la virtud “destaque entre los demás”: ese pasaje se encuentra en el
libro Z, y corresponde a la respuesta
de Glauco a Diómedes, quien interroga por el linaje de aquél. Glauco recuerda
que su padre Hipólico lo envió a Troya “y con gran insistencia me encargó
descollar siempre, sobresalir por encima de los demás, y no mancillar el linaje
de mis padres, que los mejores con mucho fueron de Éfira y en la anchurosa
Licia” (207 – 210). “Sobresalir por encima de los demás”, desde luego, no es
algo que pueda conseguirse si son dos o tres los que pueden disputar por la
excelencia.
El dicho de Glauco podría explicar, en buena medida, el
ríspido intercambio entre Agamenón y Aquiles en el canto A. Pero al mismo tiempo resulta coherente con la idea de una
sociedad donde ya no queda tan claro quién detenta la arkhé, el poder omnímodo. En ese mundo de múltiples poderes, de aristoi que rivalizan por llevar la
égida, bien podría ocurrir que el recuerdo de los micénicos estableciera una
suerte de ideal regulador, imposible de alcanzar en los hechos pero
indispensable para que los nobles guerreros de la “época oscura” orientasen sus
pasos en este mundo y fuesen educados para convertirse en el kalós k’agathós, el varón “bello y
esforzado” que se esperaba de él. Sin
embargo, la competencia por alcanzar esa meta única era mucho más fiera en la
época de Homero que en la del Agamenón histórico –si es que existió en
realidad- y sus nobles colegas.
La kalakagothía
era, con seguridad, un bien escaso como tantos otros que había que repartir
entre varios interesados. El dominio sobre las polis y sus alrededores era asunto que muchas veces tenía que
dirimirse con violencia. Así, en pocas palabras, la época homérica estaría
caracterizada por relaciones sociales y políticas que implicaban la disputa por
la arkhé. Esta última era por
entonces un ideal imposible de alcanzar por una sola persona pero al mismo
tiempo indispensable para que los nobles aristócratas tuviesen clara su misión
en el mundo. La tensión entre el ideal cultural y las condiciones
sociohistóricas tal vez anuncia la crisis que provocaría poco más tarde la
evolución de las polis mismas hasta
formas relacionadas con el “gobierno de los iguales”: la casta militar de los
espartanos o bien la democracia ateniense. Sin duda, sería interesante
relacionar en alguna otra ocasión cómo, por su parte, la posibilidad de
concebir a la areté como algo que
puede estar al alcance de todos –y ya no sólo como patrimonio de la nobleza
guerrera- tiene que ver con estos cambios.
[1]
Cfr. Werner Jaeger, Paideia: los ideales
de la cultura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 19
ss.
[2]
Cfr. Cecil M. Bowra, Historia de la
literatura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2005, pp. 15 ss.
[3]
Cfr. al respecto Jaeger, op. cit., pp. 26 – 27.
[4]
Es inevitable traer a cuento aquí el pasaje de la Ilíada en el que Tersites se atreve a dirigirse a los héroes
guerreros. Tersites paga semejante insolencia
con la humillación pública; desde luego, este plebeyo no podría aspirar
ni siquiera remotamente a participar de la areté
guerrera (cfr. Ilíada, canto B, 211 – 270. Se ha recurrido a la
traducción de Emilio Crespo Güemes, ed. Gredos, Madrid, 2000).
[5]
Cfr. Jean – Pierre Vernant, Los orígenes
del pensamiento griego, ed. Paidós, Barcelona, 1992, pp. 51 ss.
[6]
Cfr. Ilíada, A, 106 – 341.
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