jueves, 27 de septiembre de 2012

Areté como dominio en la "época oscura"

            De acuerdo con Werner Jaeger, la idea de Paideia –la “crianza” o “conducción” de los niños, convertida más tarde en la noción consciente de pertenencia a una cultura- fue desarrollándose muy poco a poco, incluso antes de que se asociara con aquel nombre. Desde sus etapas más tempranas, la Paideia griega se estructuró en torno a la noción de areté, la “virtud” o “excelencia” que cabía alcanzar en esta vida por un “varón esforzado”, un áner agathós[1]. Y como muchas otras cosas en el mundo helénico, el hombre virtuoso de la Paideia más primitiva encontró sus modelos en los héroes de la Ilíada y la Odisea.


            Pero un poco más allá de los estudios de Jaeger, resulta sumamente interesante situar al menos a la Ilíada –y a la manera en que la areté es plasmada en ella- en el contexto en que el poema aparece. Aunque Aquiles, Agamenón, Odiseo y sus compañeros son representantes de la realeza micénica de los siglos XIII o XII antes de Cristo, el Homero histórico –o en todo caso la escuela homérida- florece a mediados del siglo VIII a.C., es decir, hacia el final de la llamada “época oscura” de la historia de la Grecia antigua[2]. Es probable, entonces, que Homero reflejase en sus versos al menos parte de su propio mundo. Y entonces, es probable también que lo que se esboza en la Ilíada, en las disputas y las relaciones en general entre sus valerosos tanto como orgullosos personajes, corresponda más bien a la manera en que la areté era entendida en ese universo –extraño en buena parte para nosotros- que a duras penas era el de la historia escrita.

            Vista de cerca, la forma en que Aquiles y los demás entienden la excelencia que haría de ellos “varones esforzados” ofrece importantes peculiaridades. Por ejemplo, el orgullo del hijo de la diosa Tetis –que encuentra su contrapunto en la soberbia del átrida Agamenón-  es algo que nosotros –descendientes de aquella Grecia tanto como de la tradición cristiana- difícilmente llamaríamos “virtud”. Y sin embargo, como el mismo Jaeger aclara, esa “grandeza de alma” o carácter del megalopsychés es un componente esencial de la kalakagothía, el “honor” de los héroes que no deja de estar en juego a lo largo de todo el poema. Así, los personajes de Homero, representantes de la areté de los tiempos oscuros, han de ser conscientes de su propia valía y estimarán en alto grado la necesidad de ser reconocidos por sus iguales como depositarios de aquel inviolable honor. Y también serán fieros y hasta crueles en la defensa de la  kalakagothía propia: Aquiles abandonará la lucha al pie de Troya precisamente porque su honor habría sido puesto en cuestión. Lo que nuestros parámetros culturales no pueden evitar ver como un capricho peligroso es, de acuerdo con esta hermenéutica, un momento de especial brillo para el hijo de Peleo[3].

            Pero la interpretación se vuelve aún más interesante cuando, con base en el texto de la Ilíada, es posible hacerse una imagen del contexto helénico y sus relaciones sociales y culturales de dominación: hombres como Agamenón y Aquiles se ven envueltos en una complicada red de poder que los constituye como sujetos de un tipo peculiar, y que al mismo tiempo expresa que la areté de por aquel entonces se encontraba íntimamente ligada con el dominio político y militar sobre ese mundo inquieto. Así, el más virtuoso es el dominador por antonomasia, aquél cuya arkhé o mando no puede ser siquiera cuestionado. Un poco como el cetro que los héroes han de pasarse el uno al otro para tener derecho a la palabra en la asamblea, la más alta virtud es cosa que sólo puede ser detentada por uno a la vez. Pero en vista de que todo aristós -todo miembro de la casta guerrera encumbrada- buscará su propia areté, el conflicto se torna inevitable: si se encuentran juntos, la misma sociedad de los aspirantes a héroes parece exigir que alguno de ellos “destaque entre los demás”, como se insinúa más adelante en la misma Ilíada

De manera que el mundo homérico –que en la reminiscencia de Micenas refleja los tiempos finales de la Grecia “oscura”- es un mundo en el que la virtud es todavía algo íntimamente asociado con la idea de dominio. Eso explicaría, al menos en parte, que la areté no pueda ser concebida como patrimonio de alguien que no sea aristós, un “noble guerrero”; el pueblo común y corriente no aspira –al menos según esta óptica basada en Homero- a ser aretés en modo alguno[4]. Pero también explicaría que el conflicto político sea inherente a la sociedad: la virtud entendida como honor en disputa hace imposible que cualquiera que se tenga a sí mismo por aspirante a un áner agathós pueda llevar una vida tranquila. Así que, en sus orígenes, la virtud que constituye el núcleo de la Paideia está asociada con la guerra misma y con la desigualdad entre los hombres.

            ¿Cómo era el mundo de aquellos descendientes de los aqueos de la Iliada? De acuerdo con Jean – Pierre Vernant, se trataba de una sociedad –o un conjunto de sociedades- que había resultado de la “crisis de la soberanía” de Micenas y las otras viejas polis que protagonizaron la era anterior[5]. El punto clave de dicha crisis tenía que ver con la desaparición de esa especie de instancia de poder absoluto que llegó a ser el ánax, el monarca que concentraba en sí los hilos del poder político, pero también las de las redes de la economía y las funciones religiosas. Sin embargo, esta soberanía absoluta del ánax no debe confundirse con el carácter propiamente divino de los monarcas “orientales” -un faraón egipcio o un sha shahan persa era, en comparación, todo un dios en la tierra. El ánax micénico nunca fue visto como una encarnación de Zeus o algo parecido.  Y además, por lo que parece, los funcionarios de su pequeña corte constituían una compleja jerarquía que al menos en principio debía operar adecuadamente para que la arkhe –el “poder”- del ánax corriera hasta todos los habitantes del reino.

            Vernant recoge los estudios de otros especialistas y concluye que, si algo separa a los griegos “oscuros” de los gloriosos micénicos es precisamente la ausencia de un núcleo de poder tan nítido como el constituido por el ánax y su corte. A cambio de ello, los habitantes de la vieja Atenas y sus parientes espirituales de Jonia multiplican los cargos de gobierno, distribuidos ahora entre la clase de los aristoi, los “mejores” o “más excelentes”. Así, siempre de acuerdo con Vernant, es la arkhé misma la que se separa de la figura de un monarca, gobernante único y absoluto. El basileus –“rey”, pero originalmente una suerte de caudillo local representante del ánax- no concentra en su persona la arkhé completa; debe, por ejemplo, compartirla con un polemarca o “jefe de los ejércitos”. Y otros cargos más requerirán de otros aristoi que hagan el trabajo antes concentrado en la corte de Micenas, de Argos, de Ftía o de las otras capitales del mundo micénico.

            Pero entonces, ¿qué relaciones sociales y culturales presentes en la Jonia, en Atenas o en otros lugares de Grecia influyen en la constitución de la noción de areté que parece flotar en la Ilíada? Lo primero que salta a la vista es que un anax micénico, detentador del poder absoluto, difícilmente enfrentaría a sus subordinados a la manera en que Agamenón lo hace respecto a Ayante, Odiseo o Aquiles. O mejor dicho: los subordinados ni siquiera imaginarían una situación en la cual ellos polemizaran con el ánax como Aquiles lo hace, por ejemplo, en el primer canto de la Ilíada[6]. Hay, desde luego, una explicación que el mismo texto insinúa a los lectores: Aquiles es un colega de Agamenón, un ánax que exige ser tratado como tal por sus iguales, sin que importe que el átrida sea el jefe de la expedición contra Troya. Pero hay algo más, o al menos eso puede inferirse una vez que se coloca en contexto el poema homérico.

            Y es que si areté es, ante todo, “excelencia”, no cabe esperar que dos o más aristoi sean los mejores entre todos: la mera idea implica una contradicción en los términos. Más arriba se aludía al pasaje de la Ilíada en el que se espera que alguien educado en la virtud “destaque entre los demás”: ese pasaje se encuentra en el libro Z, y corresponde a la respuesta de Glauco a Diómedes, quien interroga por el linaje de aquél. Glauco recuerda que su padre Hipólico lo envió a Troya “y con gran insistencia me encargó descollar siempre, sobresalir por encima de los demás, y no mancillar el linaje de mis padres, que los mejores con mucho fueron de Éfira y en la anchurosa Licia” (207 – 210). “Sobresalir por encima de los demás”, desde luego, no es algo que pueda conseguirse si son dos o tres los que pueden disputar por la excelencia.

            El dicho de Glauco podría explicar, en buena medida, el ríspido intercambio entre Agamenón y Aquiles en el canto A. Pero al mismo tiempo resulta coherente con la idea de una sociedad donde ya no queda tan claro quién detenta la arkhé, el poder omnímodo. En ese mundo de múltiples poderes, de aristoi que rivalizan por llevar la égida, bien podría ocurrir que el recuerdo de los micénicos estableciera una suerte de ideal regulador, imposible de alcanzar en los hechos pero indispensable para que los nobles guerreros de la “época oscura” orientasen sus pasos en este mundo y fuesen educados para convertirse en el kalós k’agathós, el varón “bello y esforzado”  que se esperaba de él. Sin embargo, la competencia por alcanzar esa meta única era mucho más fiera en la época de Homero que en la del Agamenón histórico –si es que existió en realidad- y sus nobles colegas.

            La kalakagothía era, con seguridad, un bien escaso como tantos otros que había que repartir entre varios interesados. El dominio sobre las polis y sus alrededores era asunto que muchas veces tenía que dirimirse con violencia. Así, en pocas palabras, la época homérica estaría caracterizada por relaciones sociales y políticas que implicaban la disputa por la arkhé. Esta última era por entonces un ideal imposible de alcanzar por una sola persona pero al mismo tiempo indispensable para que los nobles aristócratas tuviesen clara su misión en el mundo. La tensión entre el ideal cultural y las condiciones sociohistóricas tal vez anuncia la crisis que provocaría poco más tarde la evolución de las polis mismas hasta formas relacionadas con el “gobierno de los iguales”: la casta militar de los espartanos o bien la democracia ateniense. Sin duda, sería interesante relacionar en alguna otra ocasión cómo, por su parte, la posibilidad de concebir a la areté como algo que puede estar al alcance de todos –y ya no sólo como patrimonio de la nobleza guerrera- tiene que ver con estos cambios.



[1] Cfr. Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 19 ss.
[2] Cfr. Cecil M. Bowra, Historia de la literatura griega, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2005, pp. 15 ss.
[3] Cfr. al respecto Jaeger, op. cit., pp. 26 – 27.
[4] Es inevitable traer a cuento aquí el pasaje de la Ilíada en el que Tersites se atreve a dirigirse a los héroes guerreros. Tersites paga semejante insolencia  con la humillación pública; desde luego, este plebeyo no podría aspirar ni siquiera remotamente a participar de la areté guerrera (cfr. Ilíada, canto B, 211 – 270. Se ha recurrido a la traducción de Emilio Crespo Güemes, ed. Gredos, Madrid, 2000).
[5] Cfr. Jean – Pierre Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, ed. Paidós, Barcelona, 1992, pp. 51 ss.
[6] Cfr. Ilíada, A, 106 – 341.

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