¿Cómo era el
trayecto educativo de un miembro de la clase criolla de la Nueva España hacia
finales del siglo XVIII? Un interesante testimonio puede encontrarse en Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, la
autobiografía apologética escrita por Carlos María de Bustamante (1774 – 1848).
Bustamante fue periodista, escritor y
político y un destacado participante en el proceso de la Independencia al lado
de Morelos y otros importantes personajes. Miembro del Congreso de Chilpancingo
en 1813, a su pluma se debe el Acta de Declaración de Independencia de la
América Mexicana. También es el autor del Cuadro histórico de la revolución de la América Mexicana (1823 –
1824), y dirigió en su momento publicaciones periódicas de tendencia
autonomista o francamente insurgente como El
diario de México y la serie de los Juguetillos.
En Hay tiempos de hablar y tiempos de callar (1833), Bustamante evoca en unas cuantas líneas los años de su educación formal. A través de ese recuerdo, es posible hacerse una idea de lo que ocurría con al menos algunos varones del estrato criollo en ciertas regiones del país. A continuación se presenta el texto de Bustamante, seguido de un breve análisis de algunos de los detalles ahí contenidos.
El testimonio.
Bustamante dedica las primeras páginas de Hay tiempos… a explicar la ocasión de su escrito –la amenaza del exilio que pesa por entonces sobre él. A continuación habla de su nacimiento en el seno de una familia de descendientes de españoles de la ciudad de Oaxaca. Una vez mencionada la muerte de su madre –el futuro insurgente tenía seis años- nuestro autor procede a relatar algunos detalles de su educación. He aquí el texto:
(…) Mis padres tenían una virtud muy severa y procuraron darme una educación parecida a la de los espartanos; poseían una regular fortuna, pero usaban de ella con mucha sobriedad: mi casa semejaba un monasterio en que estaban regularizadas todas las labores domésticas. A los doce años de edad, comencé a estudiar gramática latina en la casa de don Ángel Ramírez, antiguo profesor de esta lengua, y muy acreditado por sus virtudes religiosas: me amó, y recuerdo su memoria con ternura, así como con horror la del maestro de primeras letras, más propio para regentear galeotes que para educar niños tiernos. En 1789 pasé a estudiar filosofía de capa al Colegio Seminario de dicha ciudad, bajo la dirección de don Carlos Briones, que enseñó hasta tres cursos de la filosofía del padre Antonio Goudin; era tan metafísico como el mismo autor y yo no le entendía palabra; nada aprendí en el primer año, entré en examen y me reprobaron con todos los votos; mi padre me echó en cara la ignominia de mi reprobación, y, estimulado por principios de honor, y porque puso en mis manos la Física de don Andrés Piquer y la Recreación filosófica de Theodoro de Almeida, saqué una sobresaliente calificación en el segundo examen. Concluido el curso de artes, recibí el grado de bachiller en filosofía en esta capital, regresé a Oaxaca y estudié –en el convento de San Agustín de aquella ciudad- la Teología del padre Giovanni Lorenzo Berti, y su compendio de Hyeronimus Maria Buzius, bajo la dirección de los padres lectores fray Juan Lorenzana y fray Santiago Hernández; hasta el año de 1800 no recibí el grado de bachiller en esta facultad por cierto capricho que no es del caso referir. En 1794 comencé la carrera de jurisprudencia en México, eligiendo por habitación el Colegio de San Pablo, de padres agustinos, a quienes siempre he debido un singular aprecio; halleme en esta ciudad sin tutor ni curador que vigilase mi conducta y entregado a mí mismo. Mi aplicación a esta ciencia fue constante, pues recibí lecciones de ella también de capa en el Seminario de México; dábamelas igualmente mi hermano, el licenciado don Manuel Bustamante, sabio de un siglo, bajo cuya dirección pude caminar con paso firme y aplicarme al estudio de autores de buen gusto, como Johann Gottlieb Heineccius y Jean Damat. Una feliz casualidad me proporcionó conocer al doctor don Antonio Labarrieta, colegial del Colegio Mayor de Santos: llevome a su casa y después a su colegio; comencé con él la práctica forense y después le seguí a Guanajuato, de donde lo hicieron cura. De esta ciudad pasé a Guadalajara con el objeto de recibirme de abogado en aquella Audiencia, con dispensa de dos años de práctica. Más por desgracia fui a la sazón en que acababa de llegar una Cédula Real que prohibía toda dispensa de más de un año. Sintiéronlo los oidores, pues fui recomendado a ellos por el virrey Miguel José de Azanza, que me había tomado cariño por una inscripción latina que le presenté para que se colocase en el paseo de su nombre, que entonces se concluía. Habíase propuesto colocarme en su familia; pero a poco se presentó en México su sucesor, Félix Berenguer de Marquina; por tal causa se limitó su protección a recomendarme al asesor general del virreinato, don Miguel Bachiller, quien me asignó en clase de auxiliante quinientos pesos anuales.
En último de julio de 1801 me
recibí de abogado en dicha Audiencia de Guadalajara, porque el virrey Marquina
se negaba a toda dispensa de tiempo de práctica (…)[1]
Las peripecias de una educación.
Bustamante habría adquirido los primeros valores en el seno de una casa de regular fortuna, pero de disciplina más bien austera. Como puede inferirse del texto, el joven criollo recuerda con cariño al maestro de lengua latina, pero no así al de “primeras letras” –según se ve, todo un capataz. El dato que importa es la existencia de escuelas de primeras letras –donde se aprendería a leer, a escribir y a hacer cuentas- y una suerte de enseñanza “secundaria” a cargo de latinistas como el querido señor Ramírez. En este último caso el texto menciona que la educación tenía lugar en casa del maestro, cosa que, según otros testimonios de la época no era necesariamente la regla.
¿Cómo
puede saberse esto? Para la época en que
Carlos María acudía a la enseñanza de la latinidad (a mediados de la
década de 1780) tenía lugar en la Ciudad de México un singular conflicto: el
gremio de maestros protestaba contra la disposición real que ordenaba la
existencia de escuelas gratuitas. Según puede leerse en los documentos de la
disputa, los maestros de primeras letras –y los de enseñanza secundaria-
llenaban el vacío dejado por la expulsión de los jesuitas (1767) con
establecimientos que en algún caso aceptaban hasta a cincuenta estudiantes. Lo
que estaba en juego por entonces era la competencia “desleal” que el gremio
enfrentaría al concretarse la fundación de escuelas gratuitas en los conventos
y otros hogares de las órdenes religiosas[2].
No hay motivos para suponer que en Oaxaca las cosas fueran demasiado distintas,
así que Carlos María tal vez haya asistido a una escuela particular –en su caso
a cargo de un tirano- para aprender a
leer y a escribir. Pero la primera etapa de su educación secundaria habría
corrido a cargo de un tutor particular.
Los estudios secundarios debían
completarse con el aprendizaje de la filosofía. A los quince años, Bustamante
se convirtió en alumno “de capa” del Seminario de Oaxaca, en el cual enfrentó
el más estrepitoso fracaso[3].
Es interesante el contrapunto que el autor establece entre el curso basado en
el texto del padre Goudin y lo que pudo aprender gracias a la severa
intervención de su padre y al encuentro con la Física de Piquer y la Recreación
filosófica de Almeida[4].
Tal vez este detalle sea un eco más o
menos lejano de la crisis de la enseñanza de corte escolástico y la
introducción de la llamada “filosofía moderna” –en sentido estricto, el
racionalismo y el empirismo acompañados de los desarrollos científicos de Copérnico,
Galileo, Newton y varios autores más. Esa crisis se inicia, al menos, en la
época en que Clavijero y sus compañeros jesuitas planeaban la reforma del plan
de estudios de la Compañía y llegó hasta la época de la guerra de Independencia
a través de figuras como Juan Benito Díaz de Gamarra, José Antonio Alzate y el
mismo cura Hidalgo. El joven Bustamante, al parecer, encontró preferible el
camino de Clavijero, Gamarra y los demás: el aprendizaje de la filosofía debía
hacerse bajo los parámetros del pensamiento moderno y no ya según los
anquilosados métodos de la silogística[5].
De vuelta en el tema, encontramos a
Carlos María completando la educación media saltando de México a Oaxaca: el
grado de bachiller en artes lo obtiene en la capital del virreinato, pero
regresa a su ciudad natal para estudiar “de capa” lo concerniente a la
teología. De nueva cuenta las cosas no pintan bien para Bustamante, pues el
grado de bachiller en esa última disciplina no lo alcanza sino hasta 1800. Sin
embargo, es de imaginar que la conclusión de las clases en el convento de San
Agustín le permitió regresar a México para emprender la carrera de
jurisprudencia –y, aunque no lo menciona, esto debió hacerlo en la venerable
Real y Pontificia Universidad[6].
De paso, nos enteramos de que un estudiante de aquel tiempo podía hospedarse en
una institución eclesiástica –el colegio de San Pablo- sin que se le molestara
demasiado: nuestro héroe vivió ahí “sin tutor ni curador” que vigilase su
conducta.
Bustamante complementó la educación
formal con decisiones autodidactas: el acercamiento a su hermano Manuel y la
asistencia “de capa” a los cursos en el seminario de la gran ciudad. En el
primer caso, debe notarse cómo el hermano mayor estaba al tanto de ciertas
novedades en el ámbito del derecho, novedades que transmitió a su pupilo
mediante la obra de Heineccius y Damat[7].
Finalmente Carlos María decide obtener el título de abogacía en la ciudad de
Guadalajara, al parecer con el ánimo de ahorrarse cierta suerte de “prácticas
profesionales” que seguramente le esperaban de seguir en México. Frustrado este
propósito a causa del cambio en la administración virreinal, Bustamante debe
cumplir con todos los trámites para convertirse en licenciado hasta 1801.
¿Qué puede obtenerse como síntesis
de este curioso testimonio? Sin duda mucho sobre la personalidad de Carlos
María de Bustamante, quien no resulta exactamente un ejemplo de constancia
académica. Pero para los propósitos testimoniales que aquí interesa, puede
decirse que un joven criollo relativamente acomodado nacido en alguna ciudad
media de por entonces podría, si así lo deseaba él –o sus padres- encaminarse
en alguna carrera profesional que le proporcionara los medios para una vida
honesta. Para alcanzar esa meta, debía primero transitar por la enseñanza
elemental –las “primeras letras”- y por algo que podría entenderse como
educación secundaria. La enseñanza elemental, como se ha dicho más arriba,
podría cursarse en alguno de los establecimientos particulares dispuestos al
efecto y a cargo de un profesor seguramente agremiado –como los de la ciudad de
México. La secundaria ofrecía opciones: además de los establecimientos
particulares del nivel, estaba –como en el caso de Carlos María- la posibilidad
de hacerse de algún tutor para el
aprendizaje de la lengua latina, así como la asistencia al seminario para
obtener el grado de “bachiller”. La educación universitaria propiamente dicha
debía cursarse en colegios o universidades, como desde los inicios de la
colonia; un aspirante a abogado como Bustamante sin duda no tenía mejor
perspectiva que la de trasladarse al recinto universitario de México.
No deja de llamar la atención el grado de “flexibilidad” y de “movilidad” académicas de los tiempos: Carlos María, deseoso de obtener el grado cuanto antes, intenta valerse de su ascendiente ante el virrey para ahorrarse dos años de práctica y titularse no en México sino en Guadalajara. Se lo impidieron su mala suerte y la real cédula que volvía obligatorias aquellas prácticas en todo lugar. Si su protector el virrey Azanza hubiese durado un poco más en el cargo, con seguridad la real cédula no habría sido un obstáculo insuperable. Un accidente político, no tanto un sistema académico rígido y claramente normado, fue lo que impidió que Bustamante se saliera con la suya aquella vez.
[1] Carlos María de Bustamante, Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, Ronda
de Clásicos Mexicanos, ed. Planeta – CONACULTA, México, 2002, pp. 12 – 14.
[2] Dichos documentos son las
“Reales provisiones referentes a la enseñanza de las primeras letras”, de 1767;
el “Proyecto para establecer escuelas gratuitas en la Ciudad de México”,
redactado por José María de Herrera en 1786, y la “Opinión del Gremio de
Maestros sobre las escuelas gratuitas”, escrita por Rafael Ximeno (Maestro
Mayor de dicho Gremio) y publicada el mismo año de 1786. Puede consultárseles
en la compilación a cargo de Dorothy Tanck de Estrada, La Ilustración y la educación en la Nueva España, Ediciones El
Caballito – SEP, México, 1985, pp. 101 ss.
[3] “De capa” era una expresión relativamente usual. Refería a la prenda que
distinguía a los estudiantes laicos de los “estudiantes de sotana” o
seminaristas propiamente dichos.
[4] Antoine Goudin (1639 – 1695) fue
un dominico, autor de una Philosophia
Thomistica a la que probablemente aluda Bustamante. Andrés Piquer (1711 –
1772) fue un filósofo español, autor de la Física
moderna racional y experimental. El
portugués Teodoro de Almeida (1722 – 1804) fue, por su parte, una figura
análoga a Juan Benito Díaz De Gamarra y otros autores favorables a la filosofía
“moderna”, es decir, al menos a ciertas concepciones tanto del racionalismo y
el empirismo como a la ciencia galileano – newtoniana.
[5] El tema de la introducción de la
filosofía y la ciencia modernas en México y su influencia en los proyectos
educativos es complejo y al menos en parte
pendiente de historiar. Desde el punto de vista del desarrollo de las
ideas de Clavijero, Gamarra, Alzate e Hidalgo, una excelente aproximación puede
obtenerse a partir de la lectura de la obra de Bernabé Navarro, Cultura mexicana moderna en el siglo XVIII, ed.
Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1983.
[6] La Real y Pontificia Universidad
de México, creada en 1551, era por entonces un centro de agitación intelectual
en el que las nuevas ideas disputaban con la tradición “peripatética”. Conviene
saber, por ejemplo, que los Elementos de
filosofía moderna de Gamarra eran utilizados para los estudios
correspondientes al “bachillerato en artes” por la época en que Bustamante
estuvo en la facultad de jurisprudencia.
[7] Johann Gottlieb Heineccius (1681
– 1741) fue un jurista alemán partidario de una concepción racional del derecho
que no se limitase a la aplicación casuística de reglas. “Jean Damat”
probablemente refiera a Jean Daumat o Domat (1625 – 1696), representante francés de la tendencia a
racionalizar el estudio y el ejercicio del derecho.
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