La Ilíada es,
entre otras cosas, un genuino tesoro para la historia de la pedagogía y para el
pensamiento crítico relativo a la educación. Como insinúa Werner Jaeger, la
historia de la idea de paideia –la
“conducción de los niños”, la manera en que se educa a los recién llegados al
mundo- arranca justamente con el poema homérico. Pero esa misma historia, leída
con cuidado, muestra algunas cosas importantes que un enfoque ingenuamente
celebratorio podría omitir. Una de ellas es la relación entre lo que los héroes
de Homero entienden por areté –“virtud”-
y la justificación de las relaciones de dominio en la sociedad helénica de los
tiempos oscuros.
Lo que se intenta aquí es tomar ciertos pasajes del canto
A de la Ilíada como ejemplo que delata el vínculo entre la primitiva noción
de areté y la forma en que la
aristocracia guerrera se entiende a ella msima. En particular, la discusión
entre Agamenón y Aquiles revela mucho acerca de una paradoja interesante de
discutir: todos los héroes de Homero disputan por la kalakagothía, el “honor” o carácter propio del “varón bello y
esforzado”. Pero ese honor no puede ser repartido: sólo uno está llamado a ser
el aretés por antonomasia. Así,
Aquiles y Agamenón discuten por algo más que el destino de la bella Briseida:
lo que se disputan en realidad es el lugar que les corresponde en el mundo.
Pero veamos los pasajes en cuestión. El adivino Calcante
revela a los aqueos el motivo de la peste que los asuela: Crises, fiel
sacerdote de Apolo, le ha pedido a éste que haga algo por castigar a quienes le
han arrebatado a su hija Criseida (A, 68
– 100). Agamenón no toma demasiado a bien la noticia, pero acepta regresar la
muchacha a su padre a cambio de disponer de algún otro botín (A, 106 – 120). Aquiles hace notar a su colega que los otros
reyes no podrían entregarle sino lo que ellos mismos han obtenido con su propio
esfuerzo; habrá que esperar a que Troya caiga en su poder para satisfacer los
deseos de Agamenón merced al saqueo de la ciudad. Es entonces cuando Agamenón
expresa lo que a nuestros ojos luciría, tal vez, como un arrebato de orgullo
herido:
A pesar de tu valía, Aquiles
igual a los dioses, no trates de robármela con esa excusa; no me vas a engañar
ni convencer. ¿Es que quieres que mientras tú sigues con tu botín, yo así me
quede sentado sin él, y por eso me exhortas a devolverla? Sí, pero si me dan un
botín los magnánimos aqueos seleccionándolo conforme a mi deseo, para que sea
equivalente; mas si no me lo dan, yo mismo puede que me coja el tuyo o el botín
de Ayante, yendo por él, o el de Ulises me llevaré y cogeré. Y se irritará
aquél a quien yo me llegue (Ilíada, A, 131
– 139).
La respuesta de Aquiles, como se
recordará, no es demasiado diferente en el tono:
¡Ay! ¡Imbuido de desvergüenza,
codicioso! ¿Cómo un aqueo te va a obedecer, presto a tus palabras, para andar
un camino o luchar valerosamente con los hombres? No he venido yo por culpa de
los troyanos lanceadores a luchar aquí, porque para mí no son responsables de
nada (…) a ti, gran sinvergüenza, hemos acompañado para tenerte alegre, por ver
de ganar honra para Menelao y para ti, cara de perro, de lo stroyanos. De eso
ni te preocupas ni te cuidas. Además me amenazas con quitarme tú mismo el botín
por el que mucho pené y que me dieron los hijos de los aqueos (…) Ahora me
marcho a Ftía, porque realmente es mucho mejor ir a casa con las corvas naves,
y no tengo la intención de procurarte riquezas y ganancias estando aquí
deshonrado ( A, 149 – 171)
Agamenón,
desde luego, no se deja amedrentar por el despechado rey de Ftía:
Si grande es tu fuerza, es
porque un dios te la ha otorgado. Vete a casa con tus naves y con tus
compañeros y reina entre los mirmidones; no me preocupo de ti ni me inquieta tu
rencor. Pero te voy a hacer esta amenaza: igual que Febo Apolo me quita a
Criseida, y yo con mi nave y mis compañeros la voy a enviar, puede que me lleve
a Briseida, de bellas mejillas, tu botín, yendo en persona a tu tienda, para
que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro
pretender ser igual a mí y compararse conmigo (A, 178 – 187).
Por un momento la tensión llega a extremos peligrosos,
pues Aquiles está a punto de desenvainar la espada; la intervención de Atenea
–visible sólo para Aquiles- y las palabras del viejo y sabio Néstor apaciguan
un poco los ánimos (cfr. Ilíada, A 188
– 285). Pero la discusión concluye en los peores términos:
(Agamenón)
(…) este hombre quiere estar por encima de todos los demás, a todos quiere
dominar, sobre todos reinar, y en todos mandar; mas creo que alguno no le va a
obedecer. Y si buen lanceador lo han hecho los sempiternos dioses, ¿por eso le
estimulan a proferir injurias? (A,
286 – 291).
(Aquiles)
De verdad que cobarde y nulidad se me podría llamar si es que voy a ceder ante
ti en todo lo que digas. A otros manda eso, pero no me lo ordenes a mí, que yo
ya no pienso obedecerte. Otra cosa te voy a decir, y tú métela en tus mientes:
con las manos yo no pienso luchar por la muchacha ni contigo ni con otro, pues
me quitáis lo que me disteis. Pero de lo demás que tengo junto a la veloz nave
negra, no podrías quitarme nada ni llevártelo contra mi voluntad. Y si no, ea,
inténtalo, y se enterarán también éstos: al punto tu oscura sangre manará
alrededor de mi lanza (A, 293 – 303).
Como desenlace de la disputa, Agamenón va a hacerse cargo
de la exigencia de Apolo pero al mismo tiempo envía a sus emisarios a recoger a
Briseida de la tienda de Aquiles. Este último no opone resistencia y la joven
es llevada a los recintos del Átrida (A,
304 ss). Pero la cuestión que conducirá como un hilo a la Ilíada completa está ya planteada: en el mundo de Homero no parece
haber lugar para dos hombres cuya kalakagothía
parece estar en riesgo.
Así, la idea de areté
que se desprende del primer canto de la Ilíada
es algo bastante definido. Aretés
será el hombre que anteponga a todas las cosas su honor, su kalakagothía siempre frágil ante las
aspiraciones de los otros nobles guerreros que se la disputarán de manera
inevitable. El diálogo de los héroes asocia firmemente las nociones de
“virtud”, “honor” y “grandeza de alma”: la peor humillación para alguien sería
comprometer su propio orgullo en el enfrentamiento. El conflicto entre los poderosos
tendría que ser el compañero inevitable del ejercicio de la virtud.
Interesante será pensar en los rasgos de ese pequeño e
inestable cosmos humano, que ya no puede ser el de la antigua realeza micénica
pero que sigue guiándose por el ideal de la “excelencia” entre los hombres. Es
difícil encontrar otro adjetivo: sin duda, el mundo de Homero –la Jonia del
siglo VIII a.C.- estaba transido por el conflicto entre los poderosos.
*Se ha recurrido a la
traducción de Emilio Crespo Güemes: Homero, Ilíada,
ed. Gredos, Madrid, 2000.
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